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Relatos Cortos

Esta es una discusión para el tema Relatos Cortos en el foro Libros, bajo la categoría Temas de Interes General;   —¿Pero se trata realmente del poeta ? —pregunté— Hay dos hermanos, me consta, y ambos han alcanzado reputación en ...
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  1. #61
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

     
    —¿Pero se trata realmente del poeta? —pregunté— Hay dos hermanos, me consta, y ambos han alcanzado reputación en las letras. El ministro, creo, ha escrito doctamente sobre cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.
    [/I]
    Está usted equivocado; yo le conozco bien, es ambas cosas. Como poeta y matemático, habría razonado bien; como simple matemático no habría razonado absolutamente, y hubiera estado a merced del prefecto.

    —Usted me sorprende —dije— con esas opiniones, que han sido contradichas por la voz del mundo. Suponga que no pretenderá aniquilar una bien digerida idea con siglos de existencia. La razón matemática ha sido largo tiempo considerada como la razón por excelencia.


    —Il y a à parier —replicó Dupin, citando a Chamfort—, que toute idée publique, toute convention reçue, est une sottise, car elle a convenue au plus grand nombre. Los matemáticos, concedo, han hecho cuanto les ha sido posible para difundir el error popular a que usted alude, y que no es menos un error porque haya sido promulgado como verdad. Con un arte digno de mejor causa, por ejemplo, han introducido el término «análisis» con aplicación al álgebra. Los franceses son los culpables de esta superchería popular; pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan algún valor de su aplicabilidad, «análisis» expresa «álgebra», poco más o menos, como en latín ambitus implica «ambición», religio, «religión», homines honesti, «un conjunto de hombres honorables».


    —Temo que se enemiste usted —dije— con alguno de los algebristas de París; pero prosiga.


    —Disputo la validez, y por consiguiente, el valor de esa razón que es cultivada en una forma especial distinta de la abstractamente lógica. Disputo, en particular, la razón extraída del estudio de las matemáticas. Las matemáticas son la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación a la forma y la cantidad. El gran error consiste en suponer que hasta las verdades de lo que es llamado álgebra pura son verdades abstractas o generales. Y este error es tan extraordinario, que me confundo ante la universalidad con que ha sido recibido. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es verdad de relación (de forma y de cantidad), es a menudo grandemente es falso respecto a la moral, por ejemplo. En esta última ciencia por lo general es incierto que el todo sea igual a la suma de las partes. En química el axioma falla también. En el caso de una fuerza motriz falla igualmente, pues dos motores de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse una potencia igual a la suma de sus potencias consideradas por separado. Hay muchas otras verdades matemáticas, que son verdades únicamente dentro de los límites de la relación. Pero el matemático arguye, apoyándose en sus verdades finitas, según es costumbre, como si ellas fueran de una aplicabilidad absolutamente general, como si el mundo imaginara, en realidad, que lo son. Bryant, en su recomendable Mitología, menciona una análoga fuente de error, cuando dice que «aunque las fábulas paganas no son creídas, sin embargo lo olvidamos continuamente, y hacemos inferencias de ellas, como si fueran realidades». Entre los algebristas, no obstante, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» son creídas, y las inferencias se hacen, no tanto por culpa de la memoria, sino por una incomprensible perturbación mental. En una palabra, no he encontrado nunca un simple matemático en quien se pudiera confiar, fuera de sus raíces y ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe, que x2 + px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Diga usted a uno de esos caballeros, por vía de experimento, si lo desea, que usted cree que puede presentarse casos en que x2 + px no es absolutamente igual a q, y después de haberle hecho entender lo que quiere decir, eche a correr tan pronto como le sea posible, porque, sin ninguna duda, tratará de darle una paliza.

    »Quiero decir — continúo Dupin, mientras me reía yo de su última observación— que si el ministro hubiera sido nada más que un matemático, el prefecto no habría tenido necesidad de darme este cheque. Le conocía yo, sin embargo, como matemático y como poeta, y mis medidas fueron adaptadas a su capacidad, con referencia a las circunstancias de que estaba rodeado. Le conocía como a un cortesano, y además como un audaz intrigant. Un hombre así, pensé, debe conocer los métodos ordinarios de acción de la policía. No podía haber dejado de prever, y los sucesos han probado que no lo hizo, los registros a los que fue sometido. Debe haber previsto las investigaciones secretas de su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que eran celebradas por el prefecto como una buena ayuda a sus éxitos, las miré únicamente como astucias para procurar a la policía la oportunidad de hacer un completo registro, y hacerles llegar lo más pronto posible a la convicción a la G*** llegó por último, de que la carta no estaba en casa. Comprendí también que todo el conjunto de ideas, que tendría alguna dificultad en detallar a usted ahora, relativo a los invariables principios de la policía en pesquisas de objetos ocultados, pasaría necesariamente por la mente del ministro. Eso le llevaría, de una manera inevitable, a despreciar todos los escondrijos ordinarios. No podía, reflexioné, ser tan simple que no viera que los más intrincados y más remotos secretos de su mansión serían tan de fácil acceso como los rincones más vulgares, a los ojos, a los exámenes, a los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que se vería impulsado, como en un asunto de lógica, a la simplicidad, si no la había deliberadamente elegido por su propio gusto personal. Recordará usted quizá con cuanta gana se rió el prefecto, cuando le sugerí en nuestra primera entrevista que era muy posible que este misterio le perturbara tanto por ser su descubrimiento demasiado evidente.

    —Sí —dije—, recuerdo bien su hilaridad. Creí realmente que sufriría convulsiones.

    —El mundo material —continúo Dupin— abunda en muy estrictas analogías con el espiritual; y así se ha dado algún color de verdad al dogma retórico de que la metáfora o el símil pueda ser empleada para dar más fuerza a un pensamiento o embellecer una descripción. El principio de vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en física y metafísica. No es más cierto en la primera, que un gran cuerpo es puesto en movimiento con más dificultad que uno pequeño, y que su subsecuente impulso es proporcionado a esa dificultad, que lo es en la segunda, que intelectos de la más vasta capacidad, aunque más potentes, constantes y fecundos en sus movimientos que los de inferior grado, son sin embargo los menos prontamente movidos, y más embarazados y llenos de vacilación en los primeros pasos de sus progresos. Otra cosa: ¿ha notado usted alguna vez cuáles son las muestras de tiendas que más llaman la atención?

    —Nunca se me ocurrió pensarlo —dije.

    —Hay un juego de adivinanzas —replicó él— que se juega con un mapa. Uno de los jugadores pide al otro que encuentre una palabra dada, el nombre de una ciudad, río, estado o imperio; una palabra, en fin, sobre la abigarrada y confusa superficie de un mapa. Un novato en el juego trata generalmente de confundir a sus contrarios, dándoles a buscar los nombres escritos con las letras más pequeñas; pero el buen jugador escogerá entre esas palabras que se extienden con grandes caracteres de un extremo a otro del mapa. Éstas, lo mismo que los anuncios y tablillas expuestas en las calles con letras grandísimas, escapan a la observación a fuerza de ser excesivamente notables; y aquí, la física inadvertencia ocular es precisamente análoga a la inteligibilidad moral, por la que el intelecto permite que pasen desapercibidas esas consideraciones, que son demasiado evidentes y palpables por sí mismas. Pero parece que éste es un punto que está algo arriba o abajo de la comprensión del prefecto. Nunca creyó probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta inmediatamente debajo de las narices de todo el mundo, a fin de impedir que una parte de ese mundo pudiera verla.

    »Pero cuanto más reflexionaba sobre el audaz, fogoso y discernido ingenio de D***, sobre el hecho de que el documento debía haber estado siempre a mano, si intentaba usarlo con ventajoso fin; y sobre la decisiva evidencia, obtenida por el prefecto, de que no estaba oculto dentro de los límites de sus pesquisas ordinarias, más convencido quedaba de que para ocultar aquella carta el ministro había recurrido al más amplio y sagaz expediente de no tratar de ocultarla absolutamente.

    »Convencido de estas ideas, me puse mis gafas verdes y una hermosa mañana, como por casualidad, entré en la casa del ministro. Encontré a D*** bostezando, extendido cuan largo era, charlando insustancialmente, como de costumbre, y pretendiendo estar aquejado del más abrumador ennui. Sin embargo, es uno de los hombres más realmente activos que existen, pero tan sólo cuando nadie lo ve.

    »Para pagarle con la misma moneda, me quejé de mis débiles ojos, y lamenté la forzosa necesidad que tenía de usar gafas, bajo el amparo de las cuales examinaba cuidadosa y completamente toda la habitación, mientras en apariencia sólo me ocupaba de la conversación con mi anfitrión.

    »Presté especial atención a una gran mesa-escritorio, cerca de la cual estaba sentado D***, y sobre la que había desparramados confusamente diversas cartas Y otros papeles, uno o dos instrumentos de música y algunos libros. En ella, no obstante, después de un largo y deliberado escrutinio, no vi nada capaz de provocar mis sospechas.

    »Por último, mis ojos, examinando el circuito del cuarto, se posaron sobre un miserable tarjetero de cartón afiligranado, que pendía de una sucia cinta azul, sujeta a una perillita de bronce, colocada justamente sobre la repisa de la chimenea. En aquel tarjetero, que tenía tres o cuatro compartimentos, había seis o siete tarjetas de visita y una solitaria carta. Esta última estaba muy manchada y arrugada. Se hallaba rota casi en dos, por el medio, como si una primera intención de hacerla pedazos por su nulo valor hubiera sido cambiado y detenido. Tenía un gran sello negro, con el monograma de D***, muy visible, y el sobre escrito y dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. Había sido arrojada sin cuidado alguno, y hasta desdeñosamente, parecía, en una de las divisiones superiores del tarjetero.

    »No bien descubrí la carta en cuestión, comprendí que era la que andaba buscando. En verdad, era, en apariencia, radicalmente distinta de aquella que nos había leído el prefecto una descripción tan minuciosa. Aquí el sello era grande y negro, con el monograma de D***; en la otra era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S***. Aquí la dirección del ministro era diminuta y femenina; en la otra la letra del sobre, dirigida a un cierto personaje real, era marcadamente enérgica y decidida; el tamaño era su único punto de semejanza. Pero la naturaleza radical de esas diferencias, que era excesiva, las manchas, la sucia y rota condición del papel, tan inconsistente con los verdaderos hábitos metódicos de D***, y tan reveladoras de dar una idea de la insignificancia del documento a un indiscreto; estas cosas, junto con la visible situación en que se hallaba, a la vista de todos los visitantes, y así coincidente con las conclusiones a que yo había llegado previamente; esas cosas, digo, eran muy corroborativas de sospecha, para quien había ido con la intención de sospechar.

    »Demoré mi visita tanto como fue posible, y mientras mantenía una de las más animadas discusiones con el ministro, sobre un tópico que sabía que jamás había dejado de interesarle y apasionarle, volqué mi atención, en realidad, sobre la carta. En aquel examen, confié a la memoria su apariencia externa y su colocación en el tarjetero; y por último, hice un descubrimiento que borraba cualquier duda trivial que pudiera haber concebido. Registrando con la vista los bordes del papel, noté que estaban más gastados de lo que parecía necesario. Presentaban una apariencia de rotura que resulta cuando un papel liso, habiendo sido una vez doblado y apretado, es vuelto a doblar en una dirección contraria, con los mismos pliegues que ha formado el primitivo doblez. Este descubrimiento fue suficiente. Fue claro
    para mí que la carta había sido dada vuelta, como un guante, lo de adentro para afuera; una nueva dirección y un nuevo sello le habían sido agregados. Di los buenos días al ministro, y me marché enseguida, abandonando sobre la mesa una tabaquera de oro.

    »A la mañana siguiente fui en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Mientras Estábamos en ella empeñados, un fuerte disparo, como de una pistola, se oyó inmediatamente debajo de las ventanas del edificio, y fue seguido por una serie de gritos de terror, y exclamaciones de una multitud asustada. D*** se lanzó a una de las ventanas, la abrió y miró hacia la calle. Mientras, me acerqué al tarjetero, cogí la carta, la metí en mi bolsillo y la reemplacé por un facsímil (de sus caracteres externos) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D***, con mucha facilidad, por medio de un sello de miga de pan.

    »El tumulto en la calle había sido ocasionado por la loca conducta de un hombre con un fusil. Había hecho fuego con él entre un grillo de mujeres y niños. Se comprobó, sin embargo, que el arma estaba descargada, y se le permitió que continuara su camino, como a un lunático o un ebrio. Cuando se hubo retirado, D*** se separó de la ventana, a donde le había seguido yo inmediatamente después de conseguir mi objeto. Al poco rato me despedí de él. El pretendido lunático era un hombre a quien yo había pagado para que produjera el tumulto.


    —Pero, ¿qué propósito tenía usted —pregunté— para reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido mejor, en la primera visita, arrebatarla abiertamente y salir con ella?

    —D***
    —replicó Dupin— es un hombre arrojado y valiente. Su casa, además, no carece de servidores consagrados a los intereses del amo. Si hubiera yo hecho la atrevida tentativa que usted sugiere, jamás habría salido vivo de allí y el buen pueblo de París no hubiera vuelto a saber más de mí. Ya conoce usted mis ideas políticas. Pero tenía una segunda intención, aparte de esas consideraciones. En este asunto, obré como partidario de la dama comprometida. Durante dieciocho meses el ministro la tuvo en su poder. Ella es la que lo tiene ahora en su poder: como D*** no sabe que la carta no está ya en su tarjetero, proseguirá con sus presiones como si la tuviera. Así provocará, él mismo, su ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Es igualmente exacto hablar, a propósito de su caso, del facilis descensus Avernis; pues en todas especies de ascensiones, como la Catalani dice del canto, es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía, ni siquiera piedad, por el que desciende. D*** es ese monstrum horrendum, el hombre de genio sin principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría mucho conocer el preciso carácter de sus pensamientos cuando, siendo desafiado por aquella a quien el prefecto llama «una cierta persona», se vea forzada a abrir la carta que le dejé para él en el tarjetero.

    —¿Cómo? ¿Escribió usted algo particular en ella?

    —¡Claro!. No parecía del todo bien dejarla en blanco; eso hubiera sido insultante.. Cierta vez D***, en Viena, me jugó una mala pasada, acerca de la que le dije, sin perder el buen humor, que no lo olvidaría. Así, como comprendí que sentiría alguna curiosidad respecto a la identidad de la persona que había sobrepujado su inteligencia, pensé que era una lástima no dejarle un indicio para que la conociera. Como conoce perfectamente mi letra, me limité a copiar en medio de la página estas palabras:

    ... Un dessein si funeste,
    S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste,
    que se pueden encontrar en el Atreo de Crebillon.
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  2. #62
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

     
    Jamás tendremos viajes espaciales. Y lo que es más, ningún extraterrestre aterrizará nunca en la Tierra... Al menos ninguno más.

    No me estoy mostrando simplemente pesimista. A decir verdad, el viaje espacial es posible, y los extraterrestres han aterrizado. Lo sé. Las astronaves cruzan el espacio entre un millón de mundos, pero nunca llegaremos a ellos. Eso también lo sé. Y todo a causa de un ridículo error.

    Me explicaré.

    Fue en efecto un error de Bart Cameron, por lo demás muy comprensible. Bart Cameron es el sherif de Twin Gulch, Idaho, y yo, su delegado. Bart Cameron, hombre de por sí impaciente, se impacienta todavía más cuando ha de efectuar su declaración de renta. Cosa natural, ya que, además de su cargo de sherif, posee un almacén -que él mismo regentea-, tiene intereses en un rancho de ovejas, hace algún trabajo de experimentación, disfruta de una pensión por ser un veterano inválido (una rodilla estropeada) y otras cosas por el estilo, lo cual lógicamente complica su declaración de renta.
    No le iría tan mal si permitiera que algún recaudador de impuestos le llenara los impresos, pero insiste en hacerlo personalmente, lo cual le convierte en un hombre amargado. Hacia el 14 de abril, está inabordable.

    Así, no pudo ocurrir nada peor que él hecho de que el platillo volante aterrizara justo el 14 de abril de 1956.

    Yo lo vi aterrizar. Mi silla estaba apoyada contra la pared, en el despacho del sherif, y me hallaba mirando a las estrellas a través de las ventanas, sintiéndome demasiado perezoso para volver a mi tienda y preguntándome si debía presentar mi dimisión y largarme o quedarme escuchando las maldiciones y juramentos de Cameron, mientras repasaba sus columnas de cifras por ciento-vigésimo-séptima vez.

    Al principio semejaba una estrella fugaz. Luego, la estrella de luz se ensanchó en dos chorros parecidos a escapes de cohete, y por último el objeto descendió con suavidad y sin detenerse, sin un sonido. Una hoja seca habría producido un murmullo más fuerte al caer y chocar contra el suelo. Dos hombres salieron del aparato.

    Fui incapaz de decir ni hacer nada; ni tragar saliva ni apuntar con el dedo, ni siquiera desorbitar los ojos. Me quedé sentado e inmóvil.

    ¿Y Cameron? Ni siquiera alzó la vista.

    Hubo un golpe en la puerta, que no estaba cerrada y acabó de abrirse, entrando los dos hombres del platillo volante. Yo habría pensado que se trataba de unos ciudadanos cualquiera, de no haber visto el artefacto aterrizar en la maleza. Llevaban trajes de un tono gris que recordaba el carbón vegetal, con blancas camisas y guantes marrones. Calzaban zapatos negros y lucían sombreros flexibles del mismo color. Eran de tez oscura, pelo negro y ondulado y ojos castaños. Sus caras y miradas mostraban una expresión de gran seriedad, y medían alrededor del metro cincuenta. Tenían un gran parecido.
    ¡Dios, qué espantado me sentía!

    Cameron, en cambio, alzó la vista al abrirse la puerta y frunció el entrecejo. Creo que, de ordinario, habría reído hasta saltársele el botón del cuello de la camisa al ver indumentarias como aquéllas en Twin Gulch, pero se hallaba tan absorto en la redacción de sus impresos que ni siquiera esbozó una sonrisa.

    —¿En qué puedo servirles? —preguntó, dando unas palmadas sobre los impresos de la declaración, en evidente señal de que no disponía de mucho tiempo.

    Uno de los dos individuos se adelantó.

    —Hemos mantenido a su gente bajo observación durante mucho tiempo.

    Pronunciaba cada palabra cuidadosamente y como por separado.

    —¿A mi gente? Toda mi familia se reduce a mi mujer. ¿En qué lío se ha metido?

    El tipo prosiguió:

    —Escogimos esta localidad para nuestro primer contacto debido a su aislamiento y su tranquilidad. Sabemos que es usted el jefe aquí.

    —Soy el sherif, si se refiere a eso. Vamos, escúpalo. ¿Qué les sucede?

    —Hemos puesto gran cuidado en adoptar su forma de vestir, incluso su aspecto.

    —¿Esa es mi forma de vestir?

    Sin duda, se había fijado en los atavíos de aquellos seres por primera vez.

    —La forma de vestir de su clase social dominante. También hemos aprendido su idioma.

    Por la expresión de Cameron, se vio que se encendía una luz en su cerebro:

    —¡Ah! ¿Son ustedes extranjeros?

    A Cameron le importaban un comino los extranjeros, no habiendo conocido a muchos de ellos a no ser en el ejército, pero por regla general procuraba mostrarse amable con ellos.

    —¿Extranjeros? —repitió el hombre del platillo—. Pues sí, realmente lo somos. Venimos del lugar acuático que vuestro pueblo llama Venus.

    Yo estaba reuniendo fuerzas para pestañear, pero no me condujo a nada.

    Había visto el platillo volante. Lo había visto aterrizar. ¡Tenía que creer en sus palabras! Aquellos hombres... o más bien aquellos seres... provenían de Venus.

    Pero Cameron nunca pestañeaba.

    —Está bien —dijo—. Se encuentran en Estados Unidos. Todos tenemos los mismos derechos, sin que importen la raza, el credo, el color o la nacionalidad. Estoy a su servicio. ¿En qué puedo serles útil?

    —Deseamos que tome disposiciones inmediatas para que los hombres importantes de sus Estados Unidos, como los llaman ustedes, vengan aquí para entablar las discusiones conducentes a la adhesión de su pueblo a nuestra organización.

    Cameron empezó a ponerse rojo.

    —¿Que nuestro pueblo se adhiera a su organización? Formamos parte de la ONU, y Dios sabe de cuántas más. ¿Y se imaginan que voy a traer al presidente aquí, eh? ¿Ahora mismo? ¿A Twin Gulch? ¿Mediante un mensaje urgente?

    Me miraba como si buscara una sonrisa en mi cara, pero me hubiera caído al suelo de retirarme la silla en que estaba sentado.

    —La rapidez es muy de desear manifestó el hombre del platillo.

    —¿Y desea que acudan también los componentes del Congreso? ¿Y los senadores?

    —Si cree que servirán de alguna ayuda...

    Cameron estalló. Golpeando con el puño los impresos de su declaración de renta, aulló:

    —¡Pues ustedes no me sirven de ninguna y no dispongo de tiempo para atender a todos los chiflados que se presenten por aquí, en especial si son extranjeros! ¡Váyanse al diablo! Y pronto. Si no desaparecen inmediatamente, les meteré en chirona por perturbar la paz. ¡Y no les dejaré salir en su vida!

    —¿De modo que quiere que nos marchemos? —preguntó el hombre de Venus que llevaba la voz cantante.

    —¡Y en seguidita! ¡Váyanse a paseo por donde han venido y no vuelvan nunca más! No quiero verles otra vez por aquí. Ni a ustedes ni a nadie por el estilo.

    Los dos hombres se miraron. En sus caras hubo una serie de ligeras contracciones. Después, el mismo que había llevado todo el tiempo la voz cantante afirmó:

    —Puedo ver en su mente que realmente desea con gran intensidad que se le deje solo. No entra en nuestras costumbres forzar a participar en nuestra organización a quien no lo desea. Respetamos su aislamiento y nos vamos. No volveremos. Dispondremos un círculo de prevención en tomo a su pueblo. Nadie entrará en él, y tampoco su gente podrá traspasarlo.

    —¡Oiga usted! —barbotó Cameron—. Ya estoy harto de tantas tonterías, así que voy a contar hasta tres...

    Los dos venusianos giraron sobre sus talones y se marcharon, y yo supe que todo cuanto habían dicho era cierto. Les estuve escuchando, cosa que Cameron no hacía, debido a que sólo pensaba en su declaración de renta. Para mí fue como si oyese sus, mentes... ¿Comprenden lo que quiero decir?

    Sabía que crearían una especie de valla en tomo a la Tierra que nos mantendría como en un corral, impidiéndonos abandonarla y que otros entrasen en ella. Lo sabía.

    Cuando ambos individuos desaparecieron, recuperé el habla... Demasiado tarde.

    —¡Cameron! —chillé—. ¡Por el amor de Dios, venían del espacio! ¿Por qué los ha despedido?

    —¿Del espacio? —repitió, mirándome con fijeza.

    —¡Mire! —aullé.

    No sé cómo lo conseguí, pesando como pesa trece kilos más que yo, pero le cogí del cuello de la camisa y casi lo arrastré hasta la ventana.

    Estaba demasiado sorprendido para resistirse. Cuando recuperó lo bastante el sentido como para dar aparentes muestras de que iba a asestarme un puñetazo, reparó en lo que acontecía en el exterior, a través de la ventana, y se quedó sin respiración.

    Los dos individuos entraban en aquel momento en el platillo volante, grande, redondo, reluciente y poderoso. Se alzó un poco, ligero como una pluma. Surgió un fulgor rojo anaranjado en uno de sus lados, fulgor que se tomó cada vez más brillante, al tiempo que la nave se hacía más pequeña, hasta convertirse de nuevo en una estrella fugaz, que fue desvaneciéndose lentamente.

    —¿Sherif, por qué los ha despedido? —insistí—. Tenían que ver al presidente. Ahora no volverán nunca más.

    —Pensé que eran extranjeros —se disculpó Cameron—. Han dicho que habían tenido que aprender nuestro idioma. Y hablaban de una manera muy chusca.

    —Claro, claro... Extranjeros.

    —Ellos lo confirmaron. Parecían italianos. Yo pensé en efecto que eran italianos.

    —¿Cómo podían ser italianos? Han dicho que venían del planeta Venus. Les he oído muy bien. Eso es lo que han dicho.

    —¡El planeta Venus...!

    Los ojos de Cameron se abrieron desmesuradamente, redondeándose como los de un búho.

    —Eso es. Lo denominaron lugar acuático, o algo semejante. Ya sabe que Venus tiene gran cantidad de agua.

    Así que ya ven. Se debió sólo a un error, un estúpido error del tipo que cualquiera puede cometer. Pero a causa de él, la Tierra no conseguirá nunca efectuar viajes espaciales. Jamás aterrizaremos en la Luna, ni nos visitarán de nuevo los venusianos. Y todo por culpa de Cameron y su maldita declaración de renta.

    Entretanto, él murmuraba:

    —¿Venus? ¡Cuando hablaron del lugar acuático, pensé que se referían a Venecia!
    Última edición por Yargo; 17/04/2010 a las 23:28
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

     
    Margie incluso lo escribió aquella noche en su diario, en la página encabezada con la fecha 17 de mayo de 2157. «¡Hoy, Tommy ha encontrado un libro auténtico!»

    Era un libro muy antiguo. El abuelo de Margie le había dicho una vez que siendo pequeño su abuelo le contó que hubo un tiempo en que todas las historias se imprimían en papel.

    Volvieron las páginas, amarillas y rugosas, y se sintieron tremendamente divertidos al leer palabras que permanecían inmóviles, en vez de moverse como debieran, sobre una pantalla. Y cuando se volvía a la página anterior, en ella seguían las mismas palabras que se habían leído por primera vez.

    —¡Atiza! —comentó Tommy.—. ¡Vaya despilfarro! Una vez acabado el libro, sólo sirve para tirarlo, creo yo. Nuestra pantalla de televisión habrá contenido ya un millón de libros, y todavía le queda sitio para muchos más. Nunca se me ocurriría tirarla.

    —Ni a mí la mía —asintió Margie.

    Tenía once años y no había visto tantos libros de texto como Tommy, que ya había cumplido los trece.

    —¿Dónde lo encontraste? —preguntó la chiquilla.

    —En mi casa —respondió él sin mirarla, ocupado en leer—. En el desván.

    —¿Y de qué trata?

    —De la escuela.

    Margie hizo un mohín de disgusto.

    —¿De la escuela? ¡Mira que escribir sobre la escuela! Odio la escuela.

    Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El profesor mecánico le había señalado tema tras tema de geografía, y ella había respondido cada vez peor, hasta que su madre, meneando muy preocupada la cabeza, llamó al inspector.

    Se trataba de un hombrecillo rechoncho, con la cara encarnada y armado con una caja de instrumental, llena de diales y alambres. Sonrió a Margie y le dio una manzana, llevándose luego aparte al profesor. Margie había esperado que no supiera recomponerlo. Sí que sabía. Al cabo de una hora poco más o menos, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con su enorme pantalla, en la que se inscribían todas las lecciones y se formulaban las preguntas. Pero eso, al fin y al cabo no era tan malo. Margie detestaba sobre todo la ranura donde tenía que depositar los deberes y los ejercicios. Había que transcribirlos siempre al código de perforaciones que la obligaron a aprender cuando tenía seis años. El profesor mecánico calculaba la nota en menos tiempo que se precisa para respirar.

    El inspector sonrió una vez acabada su tarea y luego, dando una palmadita en la cabeza de Margie, dijo a su madre:

    —No es culpa de la niña, señora Jones. Creo que el sector geografía se había programado con demasiada rapidez. A veces ocurren estas cosas. Lo he puesto más despacio, a la medida de diez años. Realmente, el nivel general de los progresos de la pequeña resulta satisfactorio por completo...

    Y volvió a dar una palmadita en la cabeza de Margie. Esta se sentía desilusionada. Pensaba que se llevarían al profesor. Así lo habían hecho con el de Tommy, por espacio de casi un mes, debido a que el sector de historia se había desajustado.

    —¿Por qué iba a escribir nadie sobre la escuela? —preguntó a Tommy.

    El chico la miró con aire de superioridad.

    —Porque es una clase de escuela muy distinta a la nuestra, estúpida. El tipo de escuela que tenían hace cientos y cientos de años. —Y añadió con tono superior, recalcando las palabras—: Hace siglos.

    Margie se ofendió.

    —De acuerdo, no sé qué clase de escuela tenían hace tanto tiempo. —Leyó por un momento el libro por encima del hombro de Tommy y comentó—: De todos modos, había un profesor.

    —¡Pues claro que había un profesor! Pero no se trataba de un maestro normal. Era un hombre.

    —¿Un hombre? ¿Cómo podía ser profesor un hombre?

    —Bueno... Les contaba cosas a los chicos y a las chicas y les daba deberes para casa y les hacía preguntas.

    —Un hombre no es bastante listo para eso.

    —Seguro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.

    —No lo creo. Un hombre no puede saber tanto como un profesor.

    —Apuesto a que mi padre sabe casi tanto como él.

    Margie no estaba dispuesta a discutir tal aserto. Así que dijo:

    —No me gustaría tener en casa a un hombre extraño para enseñarme.

    Tommy lanzó una aguda carcajada.

    —No tienes ni idea, Margie. Los profesores no vivían en casa de los alumnos.

    Trabajaban en un edificio especial, y todos los alumnos iban allí a escucharles.

    —¿Y todos los alumnos aprendían lo mismo?

    —Claro. Siempre que tuvieran la misma edad...

    —Pues mi madre dice que un profesor debe adaptarse a la mente del chico o la chica a quien enseña y que a cada alumno hay que enseñarle de manera distinta.

    —En aquella época no lo hacían así. Pero si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.

    —Yo no dije que no me gustara —respondió con presteza Margie. Todo lo contrario. Ansiaba enterarse de más cosas sobre aquellas divertidas escuelas.

    Apenas habían llegado a la mitad, cuando la madre de Margie llamó:

    —¡Margie! ¡La hora de la escuela!

    —Todavía no, mamá —suplicó Margie, alzando la vista.

    —¡Ahora mismo! —ordenó la señora Jones—. Probablemente es también la hora de Tommy.

    —¿Me dejarás leer un poco más del libro después de la clase? —pidió Margie a Tommy.

    —Ya veremos —respondió él con displicencia.

    Y se marchó acto seguido, silbando y con su polvoriento libro bajo el brazo. Margie entró en la sala de clase, próxima al dormitorio. El profesor mecánico ya la estaba esperando. Era la misma hora de todos los días, excepto el sábado y el domingo, pues su madre decía que las pequeñas aprendían mejor si lo hacían a horas regulares.

    Se iluminó la pantalla y una voz dijo:

    —La lección de aritmética de hoy tratará de la suma de fracciones propias. Por favor, coloque los deberes señalados ayer en la ranura correspondiente.

    Margie obedeció con un suspiro. Pensaba en las escuelas antiguas, cuando el abuelo de su abuelo era un niño, cuando todos los chicos de la vecindad salían riendo y gritando al patio, se sentaban juntos en clase y regresaban en mutua compañía a casa al final de la jornada. Y como aprendían las mismas cosas, podían ayudarse mutuamente en los deberes y comentarlos.
    Y los maestros eran personas...

    El profesor mecánico destelló sobre la pantalla:

    —Cuando sumamos las fracciones una mitad y un cuarto...

    Margie siguió pensando en lo mucho que tuvo que gustarles la escuela a los chicos en los tiempos antiguos. Siguió pensando en cómo se divertían.
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  4. #64
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

     
    Fue la idea de Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva hacer una visita al Terrible Anciano. El anciano vive a solas en una casa muy antigua de la Calle Walter próxima al mar, y se le conoce por ser un hombre extraordinariamente rico a la vez que por tener una salud extremadamente delicada... lo cual constituye un atractivo señuelo para hombres de la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su profesión era nada menos digno que el latrocinio de lo ajeno.

    Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas acerca del Terrible Anciano, cosas que, generalmente, lo protegen de las atenciones de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi absoluta certidumbre de que oculta una fortuna de incierta magnitud en algún rincón de su enmohecida y venerable mansión. En verdad, es una persona muy extraña, que al parecer fue capitán de veleros de las Indias Orientales en su día. Es tan viejo que nadie recuerda cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos saben su verdadero nombre. Entre los nudosos árboles del jardín delantero de su vieja y nada descuidada residencia conserva una extraña colección de grandes piedras, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de algún lóbrego templo oriental. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los chiquillos que gustan burlarse de su barba y cabello, largos y canosos, o romper las ventanas de pequeño marco de su vivienda con diabólicos proyectiles. Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso que en ocasiones se acercan a hurtadillas hasta la casa para escudriñar el interior a través de las vidrieras cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo hay muchas botellas raras, cada una de las cuales tiene en su interior un trocito de plomo suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano habla a las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack, Cara Cortada, Tom el Largo, Joe el Español, Peters y Mate Ellis, y que siempre que habla a una botella el pendulito de plomo que lleva dentro emite unas vibraciones precisas a modo de respuesta. A quienes han visto al alto y enjuto Terrible Anciano en una de esas singulares conversaciones no se les ocurre volver a verlo más. Pero Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport. Pertenecían a esa nueva y heterogénea estirpe extranjera que queda al margen del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron en el Terrible Anciano otra cosa que un viejo achacoso y prácticamente indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su nudoso cayado, y cuyas escuálidas y endebles manos temblaban de modo harto lastimoso. A su manera, se compadecían mucho del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a quien no había perro que no ladrase con especial virulencia. Pero los negocios, y, para un ladrón entregado de lleno a su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para subvenir a sus escasas necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás.

    Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del once de abril para efectuar su visita. El señor Ricci y el señor Silva se encargarían de hablar con el pobre y anciano caballero, mientras el señor Czanek se quedaba esperándolos a los dos y a su presumible cargamento metálico en un coche cubierto, en la Calle Ship, junto a la verja del alto muro posterior de la finca de su anfitrión. El deseo de eludir explicaciones innecesarias en caso de una aparición inesperada de la policía aceleró los planes para una huida sin apuros y sin alharacas.

    Tal como lo habían proyectado, los tres aventureros se pusieron manos a la obra por separado con objeto de evitar cualquier malintencionada sospecha a posteriori. Los señores Ricci y Silva se encontraron en la Calle Walter junto a la puerta de entrada de la casa del anciano, y aunque no les gustó cómo se reflejaba la luna en las piedras pintadas que se veían por entre las ramas en flor de los retorcidos árboles, tenían cosas en qué pensar más importantes que dejar volar su imaginación con manidas supersticiones. Temían que fuese una tarea desagradable hacerle soltar la lengua al Terrible Anciano para averiguar el paradero de su oro y plata, pues los viejos lobos marinos son particularmente testarudos y perversos. En cualquier caso, se trataba de alguien muy anciano y endeble, y ellos eran dos personas que iban a visitarlo. Los señores Ricci y Silva eran expertos en el arte de volver volubles a los tercos, y los gritos de un débil y más que venerable anciano no son difíciles de sofocar. Así que se acercaron hasta la única ventana alumbrada y escucharon cómo el Terrible Anciano hablaba en tono infantil a sus botellas con péndulos. Se pusieron sendas máscaras y llamaron con delicadeza en la descolorida puerta de roble.

    La espera le pareció muy larga al señor Czanek, que se agitaba inquieto en el coche aparcado junto a la verja posterior de la casa del Terrible Anciano, en la Calle Ship. Era una persona más impresionable de lo normal, y no le gustaron nada los espantosos gritos que había oído en la mansión momentos antes de la hora fijada para iniciar la operación. ¿No les había dicho a sus compañeros que trataran con el mayor cuidado al pobre y viejo lobo de mar? Presa de los nervios observaba la estrecha puerta de roble en el alto muro de piedra cubierto de hiedra. No cesaba de consultar el reloj, y se preguntaba por los motivos del retraso. ¿Habría muerto el anciano antes de revelar dónde se ocultaba el tesoro, y habría sido necesario proceder a un registro completo? Al señor Czanek no le gustaba esperar tanto a oscuras en semejante lugar. Al poco, llegó hasta él el ruido de unas ligeras pisadas o golpes en el paseo que había dentro de la finca, oyó cómo alguien manoseaba desmañadamente, aunque con suavidad, en el herrumbroso pastillo, y vio cómo se abría la pesada puerta. Y al pálido resplandor del único y mortecino farol que alumbraba la calle aguzó la vista en un intento por comprobar qué habían sacado sus compañeros de aquella siniestra mansión que se vislumbraba tan cerca. Pero no vio lo que esperaba. Allí no estaban ni por asomo sus compañeros, sino el Terrible Anciano que se apoyaba con aire tranquilo en su nudoso cayado y sonreía malignamente. El señor Czanek no se había fijado hasta entonces en el color de los ojos de aquel hombre; ahora podía ver que era amarillos.

    Las pequeñas cosas producen grandes conmociones en las ciudades provincianas. Tal es el motivo de que los vecinos de Kingsport hablasen a lo largo de toda aquella primavera y el verano siguiente de los tres cuerpos sin identificar, horriblemente mutilados -como si hubieran recibido múltiples cuchilladas- y horriblemente triturados -como si hubieran sido objeto de las pisadas de muchas botas despiadadas- que la marea arrojó a tierra. Y algunos hasta hablaron de cosas tan triviales como el coche abandonado que se encontró en la Calle Ship, o de ciertos gritos harto inhumanos, probablemente de un animal extraviado o de un pájaro inmigrante, escuchados durante la noche por los vecinos que no podían conciliar el sueño. Pero el Terrible Anciano no prestaba la menor atención a los chismes que corrían por el pacífico pueblo. Era reservado por naturaleza, y cuando se es anciano y se tiene una salud delicada la reserva es doblemente marcada. Además, un lobo marino tan anciano debe haber presenciado multitud de cosas mucho más emocionantes en los lejanos días de su ya casi olvidada juventud.
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  5. #65
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Con el permiso de Yargo, publico el primer capítulo de este relato corto. Para resumir, mi hermano viajó el 6 de Setiembre a Francia para hacer su segunda maestría y ha decidido relatar sus "aventuras" día por día, en orden cronológico a manera de recuerdo.


     


    Lunes 7 de Setiembre.


    Tengo unas horas en Lyon y ya aprendí la primera lección. Comprar maletas que duren, pues lo barato sale caro. En principio, el problema fue que tenía 3 maletas con rueditas para jalar pero sólo tengo 2 manos. Era imposible llevar las 3 de una forma fácil pero me las ingenié, claro, sufriendo y avanzado lento. La cosa es que me fui en un bus desde el aeropuerto hasta la estación del metro. Hasta ahí estuvo tranquilo.

    Llegar al metro fue la cuestión! Había que atravesar varias escaleras eléctricas que no están diseñadas para facilitarle la vida a quienes tienen 2 manos y 3 maletas. Tomé la primera escalera eléctrica pero una maleta de las grandes se quedó arriba. La vaina fue que se quedó arriba pero el asa para jalarla estaba extendida y se fue golpeando con las escaleras eléctricas. Fui rápido a recuperarla pero no alcancé y se rompió el asa. Aún podía jalarla del asa pequeña que tienen todas las maletas pero igual era bastante incómodo.



    Foto de cómo quedaron las maletas al final del día.


    Entonces, el siguiente reto fue comprar un ticket para el metro. Quise comprar un ticket que te permite entrar 10 veces al metro y así despreocuparme por las siguientes compras. Sin embargo, la máquina que te vende tickets sólo aceptaba monedas y tarjetas de crédito. Tenía un par de monedas, mi tarjeta de débito no era aceptada (La fecha de entrega para la tarjeta de crédito que quise sacar cuando aún estaba en Lima fue el Lunes 7, mala suerte la mía) y me sobraban los billetes en ese momento. El reto, ahora, era conseguir sencillo.

    La estación de metro estaba casi vacía y le pregunté a un patín si tenía y me dijo que suba, pues arriba había tiendas. Ok, ahí vinieron otras escaleras eléctricas ya con algo de cansancio. Fui a una tienda y compré una Coca-Cola que, dicho sea de paso, sentí riquísima. Pagué con 10 euros y me fui al piso de abajo para comprar el ticket. Llego a la máquina y resulta que el ticket estaba 13 euros y yo solo tenía 8 y algo puesto que pagué con 10 euros. Qué pavo!!!!! Nuevamente subí y le pedí a la chica que me cambie oooooootro billete. Ah, bueno, me olvidé de contarles que cuando subí caaaaaasi me caigo... Ahora sí, llegué por fin a la máquina de ticket con lo necesario y me di cuenta que no tenía por qué comprar un ticket para 10 viajes sino que simplemente me bastaba comprar 1. La diferencia es que este ticket vale 1 euro y algo y desde Madrid ya tenía ese euro y tanto. Aishhhhh. Luego vinieron oooootras escaleras eléctricas y por fin subir al metro. Comprenderán que estaba cansado, sudando más que cuando hacía gimnasio y sólo subir al metro era toda una experiencia. Cabe recalcar que cada una de mis maletas pesaba unos 30 kilos.

    Llegué al paradero del metro y me di con la sorpresa que las escaleras eléctricas se acabaron, pero no para dar paso a lo llano, sino para la aparición de escaleras normales. Había que subir algo como un piso y medio. Acá no pude con todas las maletas a la vez y lo hice de una en una. En ese tránsito, la única asa de la maleta que ya estaba rota se zafó. Se zafó de un lado y prácticamente había que arrastrarla. Finalmente, llegué a la salida del metro y me pareció toda una conquista!!! ¿Así se habrán sentido los españoles al llegar al Perú? Estaba muy cansado.

    Para ubicarme rápido le pregunté a unas señoras dónde se ubicaba la calle que buscaba y me dieron cierta orientación. Una de ellas me vio con las maletas y me dijo algo así como "¿con todo eso vas a ir?" Le puse la carita del gato de Shrek y creo que se apiadó de mí. Me ofreció su ayuda para ayudarme a llevar las maletas hasta el hotel. Pucha, qué buena gente la tía y eso que era una flaca medio vieja. La verdad que sin ella, no se cómo hubiera llegado al hotel.

    Conversamos durante todo el trayecto, que fueron unos 10 minutos y me subió un poco los ánimos tener algo de contacto humano. Además, la señora era una muy buena persona. Ella acababa de salir del cine con una amiga suya. Vio una película sobre una pareja gay israelí. Este comentario no tendría sentido si no fuera por lo siguiente. En algún momento le comenté que con mi enamorada, cuyo nombre es Sayuri, había decidió no buscar una compañera de cuarta sino un compañero de cuarto. Pero en algún momento asocié "enamorada" con "él" en lugar de con "ella" (Como en francés, Ella = elle y Él = il). Entonces, cuando lo hice, la tía me dijo "ohhh, qué coincidencia, ¿No crees?". La miré extraño y le hice la debiiiiiida aclaración. Hasta me pidió perdón.

    Finalmente llegué al hotel y le di muchas gracias a la tía. Me dieron las llaves de mi cuarto y todo estaba bien hasta que veo qué piso era: el tercero! Bueno, dije, no creo que sea tan difícil después de todo lo que ya había hecho. tuve que subir las 3 maletas una por una. En realidad subía una un piso y luego subía la otra, y así sucesivamente. Ah, olvidé mencionar que lo que nosotros llamamos 1er piso es llamado por los franceses como piso 0, así que en realidad fueron 4 pisos limeños. Llegué a la habitación de hotel y mis brazos ya estaban como los de popeye!!!! Tomé una ducha, arreglé mis cosas y luego salí a comer. Ya eran como las 11.30 de la noche.


    Espero lo disfruten, adieu!
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  6. #66
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

     
    La última persona en quien se podía pensar como asesina era la señora Alvis Lardner. Viuda del gran astronauta mártir, era filántropa, coleccionista de arte, anfitriona extraordinaria y, en lo que todo el mundo estaba de acuerdo, un genio. Pero, sobre todo, era el ser humano más dulce y bueno que pudiera imaginarse.

    Su marido, William J. Lardner, murió, como todos sabemos, por los efectos de la radiación de una bengala solar, después de haber permanecido deliberadamente en el espacio para que una nave de pasajeros llegara sana y salva a la Estación Espacial 5.

    La señora Lardner recibió por ello una pensión generosa que supo invertir bien y prudentemente. Había pasado ya la juventud y era muy rica.

    Su casa era un verdadero museo. Contenía una pequeña pero extremadamente selecta colección de objetos extraordinariamente bellos. Había conseguido muestras de una docena de culturas diferentes: objetos tachonados de joyas hechos para servir a la aristocracia de esas culturas.

    Poseía uno de los primeros relojes de pulsera con pedrería fabricados en Norteamérica, una daga incrustada de piedras preciosas procedente de Camboya, un par de gafas italianas con pedrería, y así sucesivamente.
    Todo estaba expuesto para ser contemplado.

    Nada estaba asegurado y no había medidas especiales de seguridad. No era necesario ningún convencionalismo, porque la señora Lardner tenía un gran número de robots a su servicio y se podía confiar en todos para guardar hasta el último objeto con imperturbable concentración, irreprochable honradez e irrevocable eficacia.

    Todo el mundo conocía la existencia de esos robots y nunca se supo de algún intento de robo.

    Además, estaban sus esculturas de luz. De qué modo la señora Lardner había descubierto su propio genio en este arte, ningún invitado a ninguna de sus generosas recepciones podía adivinarlo. Sin embargo, en cada ocasión en que su casa se abría a los invitados, una nueva sinfonía de luz brillaba por todas las estancias, curvas tridimensionales y sólidos en colores mezclados, puros o fundidos en efectos cristalinos que bañaban a los invitados en una pura maravilla, consiguiendo siempre ajustarse de tal modo que volvían el cabello de la señora Lardner de un blanco azulado y dejaban su rostro sin arrugas y dulcemente bello.

    Los invitados acudían más que nada por sus esculturas de luz. Nunca se repetían dos veces seguidas y nunca dejaban de explorar nuevas y experimentales muestras de arte. Mucha gente que podía permitirse el lujo de tener máquinas de luz, preparaba esculturas como diversión, pero nadie podía acercarse a la experta perfección de la señora Lardner. Ni siquiera aquellos que se consideraban artistas profesionales.

    Ella misma se mostraba encantadoramente modesta al respecto:

    —No, no —solía protestar cuando alguien hacía comparaciones líricas—. Yo no lo llamaría «poesía de luz». Es excesivo. Como mucho diría que son simples «versos luminosos».

    Y todo el mundo sonreía a su dulce ingenio.

    Aunque se lo solían pedir, nunca quiso crear esculturas de luz para nadie, sólo para sus propias recepciones.

    —Sería comercializarlo —se excusaba.

    No oponía ninguna objeción, no obstante, a la preparación de complicados hologramas de sus esculturas para que quedaran permanentemente y se reprodujeran en museos de todo el mundo. Tampoco cobraba nunca por ningún uso que pudiera hacerse de sus esculturas de luz.

    —No podría pedir ni un penique —dijo extendiendo los brazos—. Es gratis para todos. Al fin y al cabo, ya no voy a utilizarlas más.

    Y era cierto. Nunca utilizaba la misma escultura de luz dos veces seguidas.
    Cuando se tomaron los hologramas, fue la imagen viva de la cooperación, vigilando amablemente cada paso, siempre dispuesta a ordenar a sus criados robots que ayudaran.

    —Por favor, Courtney —solía decirles—, ¿quieres ser tan amable y preparar la escalera?

    Era su modo de comportarse. Siempre se dirigía a sus robots con la mayor cortesía.

    Una vez, hacía años, casi le llamó al orden un funcionario gubernamental de la Oficina de Robots y Hombres Mecánicos.

    —No puede hacerlo así
    —le dijo severamente—, interfiere su eficacia. Están construidos para obedecer órdenes, y cuando más claramente dé esas órdenes, con mayor eficiencia las obedecerán. Cuando se dirige a ellos con elaborada cortesía, es difícil que comprendan que se les está dando una orden. Reaccionan más despacio.

    La señora Lardner alzó su aristocrática cabeza.

    —No les pido rapidez y eficiencia —dijo—, sino buena voluntad. Mis robots me aman.

    El funcionario gubernamental pudo haberle explicado que los robots no pueden amar, sin embargo se quedó mudo bajo su mirada dulce pero dolida.
    Era notorio que la señora Lardner jamás devolviera algún robot a la fábrica para reajustarlo. Sus cerebros positrónicos eran tremendamente complejos y una de cada diez veces el ajuste no era perfecto al abandonar la fábrica. A veces, el error no se descubría hasta mucho tiempo después, pero cuando ocurría, U.S. Robots & Mechanical Men Inc. realizaba gratis el ajuste.

    La señora Lardner movió la cabeza y explicó:

    —Una vez que un robot entra en mi casa y cumple con sus obligaciones, hay que tolerarle cualquier excentricidad menor. No quiero que se les manipule.

    Lo peor era tratar de explicarle que un robot no era más que una máquina. Se volvía envarada:

    —Nada que sea tan inteligente como un robot, puede ser considerado como una máquina. Les trato como a personas.

    Y ahí quedó la cosa.

    Mantuvo incluso a Max, que era prácticamente un inútil. A duras penas entendía lo que se esperaba de él. Pero la señora Lardner lo solía negar insistentemente y aseguraba con firmeza:

    —Nada de eso. Puede recoger los abrigos y sombreros y guardarlos realmente bien. Puede sostener objetos para mí. Puede hacer mil cosas.

    —Pero, ¿por qué no le manda reajustar? —preguntó una vez un amigo.

    —No podría. Él es así. Le quiero mucho, ¿sabe? Después de todo, un cerebro positrónico es tan complejo que nunca se puede saber por dónde falla. Si le devolviéramos una perfecta normalidad, ya no habría forma de devolverle la simpatía que tiene ahora. Me niego a perderla.

    —Pero, si está mal ajustado —insistió el amigo, mirando nerviosamente a Max—, ¿no puede resultar peligroso?

    —Jamás. —Y la señora Lardner se echó a reír—. Hace años que le tengo. Es completamente inofensivo y encantador.

    La verdad es que tenía el mismo aspecto que los demás: era suave, metálico, vagamente humano, pero inexpresivo.

    Pero para la dulce señora Lardner todos eran individuales, todos afectuosos, todos dignos de cariño. Ése era el tipo de mujer que era.
    ¿Cómo pudo asesinar?

    La última persona que hubiera creído que iba a ser asesinada, era el propio John Semper Travis. Introvertido y afectuoso, estaba en el mundo, pero no pertenecía a él. Tenía aquel peculiar don matemático que hacía posible que su mente tejiera la complicada tapicería de la infinita variedad de sendas positrónicas de la mente de un robot.

    Era ingeniero jefe de la U.S. Robots & Mechanical Men Inc., un admirador entusiasta de la escultura de luz. Había escrito un libro sobre el tema, tratando de demostrar que el tipo de matemáticas empleadas en tejer las sendas cerebrales positrónicas podían modificarse para servir como guía en la producción de esculturas de luz.

    Sus intentos para poner la teoría en práctica habían sido un doloroso fracaso. Las esculturas que logró producir siguiendo sus principios matemáticos fueron pesadas, mecánicas y nada interesantes.

    Era el único motivo para sentirse desgraciado en su vida tranquila, introvertida y segura, pero para él era un motivo más que suficiente para sufrir. Sabía que sus teorías eran ciertas, pero no podía ponerlas en práctica. Si no era capaz de producir una gran pieza de escultura de luz...

    Naturalmente, estaba enterado de las esculturas de luz de la señora Lardner. Se la tenía universalmente por un genio. Travis sabía que ella no podía comprender ni el más simple aspecto de la matemática robótica. Había estado en correspondencia con ella, pero se negaba insistentemente a explicarle su método y él llegó a preguntarse si tendría alguno. ¿No sería simple intuición? Pero incluso la intuición puede reducirse a matemáticas. Finalmente consiguió recibir una invitación a una de sus fiestas. Sencillamente, tenía que verla.

    El señor Travis llegó bastante tarde. Había hecho un último intento por conseguir una escultura de luz y había fracasado en forma lamentable.

    Saludó a la señora Lardner con una especie de respeto desconcertado y dijo:

    —Muy peculiar el robot que recogió mi abrigo y mi sombrero.

    —Es Max —respondió la señora Lardner.

    —Está totalmente desajustado y es un modelo muy antiguo. ¿Por qué no lo ha devuelto a la fábrica?

    —Oh, no. Sería mucha molestia.

    —En absoluto, señora Lardner. Le sorprendería lo fácil que ha sido. Como trabajo en la U.S. Robots, me he tomado la libertad de ajustárselo yo mismo. No tardé nada y encontrará que ahora funciona perfectamente.

    Un extraño cambio se reflejó en el rostro de la señora Lardner. Por primera vez en su vida plácida la furia encontró un lugar en su rostro, era como si sus facciones no supieran cómo disponerse.

    —¿Le ha ajustado? —gritó—. Pero si era él quien creaba mis esculturas de luz. Era su desajuste, su desajuste que nunca podrá devolverle el que..., que...

    El rostro de Travis también estaba desencajado; murmuró:

    —Quiere decir que si hubiera estudiado sus sendas cerebrales positrónicas con su desajuste único, hubiera podido aprender...

    Se echó sobre él, con la daga levantada, demasiado de prisa para que nadie pudiera detenerla, y él ni siquiera trató de esquivarla. Alguien comentó que no la había esquivado... Como si quisiera morir...
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  7. #67
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

     


    El patrón está en la capilla... ¿A estas horas?.. Está con su látigo largo y ensebado, envuelto en su poncho de alpaca. Está con sus polainas y su gran sombrero de paja...

    En la capilla se ve por los rincones a varios operarios de la hacienda, trémulos, silenciosos, serios, quizá porque les está doliendo el cuerpo.

    Y el patrón ordena en quechua:

    —¡Traigan a ese sinvergüenza!

    El caporal y el mayordomo arrastran de los brazos al Raymundo.

    Y el patrón sigue gritando:

    —¡Amárrenlo de las dos manos y cuélguenlo del tirante más alto!

    —Taita, perdóname. No he visto nada...

    —Indio desgraciado, ¡calla la boca!.. y ustedes ¡rápido!, jalen pronto, sin mirarme. Así, aprieten, ¡ajusten más!..

    —Taita, yo no he sido. Taita, ¡taitito, papacito!

    —A ver, caporal, cuenta veinte latigazos...

    —¡Güeno, patrón!..

    El chicote corta el aire y la carne del Raymundo que cuelga de la viga más alta del oratorio. Los primeros golpes son fuertes, secos, precisos. El castigado los recibe sereno. Aumenta la intensidad de la zurra, y es cuando le arrancan poco a poco fuertes quejidos de dolor y sufrimiento. Luego...

    —Dime Raymundo, ¿quiénes te ayudaron? —pregunta el amo.

    —Yo no sé, taita.

    —Fue la noche del sábado ¿no?

    —Yo no sé, taita.

    —Tres fueron los que sacaron, ¿no?

    —Yo no sé nada, taita.


    —... Mayordomo, diez chicotazos más!

    El indio en péndulo, colgado de los brazos atados a las espaldas, dibuja dolor en la comisura de sus labios y en sus ojos apretados. Un sudor abundante resume su gran sosa tez, como si por los poros le filtrara la angustia y el castigo.

    —Mira Raymundo, ustedes encontraron el día de luna llena.

    —No taita, yo no sé.

    —¡Más látigo a este indio bruto!

    —No taita, yo no he sido.

    —¿Fueron, cinco mil..?

    —No taita, menos...

    —¡Mentira!, fue mucho más.

    —¡Cierto, taita!

    —Como... ¿ tres mil..?

    —No sé, taita, yo no he visto.

    —¿Quién ha visto entonces?

    —A lo mejor el Mauricha Q’hampillanka.

    —Traigan al Mauricio, y suelten a este animal.


    El patrón está furioso y respira fuerte como toro bravo. El pobre Mauricha se aplasta contra la pared, encogiéndose. Lo tiran del poncho hacia los pies del patrón y el patrón lo levanta y le pone un brazo sobre el hombro.

    —Dime. Mauricha, tú fuiste con Raymundo y otro más.

    —Yo no he sido taita, no estuve aquel día.

    —Mientes. Trabajaste para la hacienda, yo mismo te di tu ración de coca.

    —Yo no vine, taita, estuve lejos.

    —Te vieron por la noche.

    —¿Quién, taita? ¡Que me lo diga de frente!

    —¡Mayordomooo, cuélgalo y dale duro!


    El mayordomo exuda y el eco de veinte rebencazos restallan en el retablo del altar mayor. Danzan las bujías de las velas como aplaudiendo la escena.

    —Así, denle fuerte, a este pobre que no estuvo esa noche.

    —A lo mejor estuve, no recuerdo, taita.

    —¿Y quiénes te ayudaron a cargar?.. Pesaba mucho ¿no?

    —Yo no sé taita, no puedo recordar.

    —¿Estaba en un cajón o una petaca?

    —Yo no sé, taita, estaba podrido.

    —¡Tú fuiste! ¡Acabas de confesarlo!

    —Yo no fui, taita.

    —Y ¿dónde lo llevaron?

    —Esa noche no estuve. Me fui al «huaylas».

    —Cada uno se llevó su parte, ¿no?

    —Yo no sé, taita, me fui con Palmicha Kurunña.

    —¡ Ah!.. ¡ con Palmiro!

    —¡Mayordomo, dónde esta el Palmiro Kurunña?


    Al Palmicha lo jalan de un rincón. Está verdinegro, hasta plomizo de terror y le tiemblan los labios como a llama enferma.

    Y la noche, tramando algo, pasta sus incontables sombras; y la noche quiere llorar sin rayos ni truenos. Será lluvia fuerte. El patrón iracundo resopla como el viento que acaba de llegar con aguacero bravo. Dicen que la lluvia son lágrimas de ánimas del purgatorio.

    —¡Amárrenlo, ajusten la soga hasta que se ponga morado!

    —Dime Palmiro, antes de que se te castigue, fuiste con Raymundo y Mauricio y sacaron el cajón... ¿no es cierto?

    —No, taita, no los vi.

    —¿No los viste?

    —No, taita, no los vi.

    —¡Látigo con este animal!


    El tronador ensebado rasga la carne como si fuera tormenta. En el campo y sobre los sembríos llueve, y el agua rueda por todas partes. Los gallos no han saludado la mañana, porque cuando cae lluvia parece que sintieran frío.

    Amanece sin la estrella grande que se fue oculta por la neblina.

    El patrón colérico y somnoliento castiga indoblegable. Ahora lo hace él mismo.

    —Te voy a pegar veinte latigazos más.

    —No taita, yo no sé.

    —Quítenle las ropas.

    —Que no me desnuden, no taita, desnudo ¡no!, confesaré, que no me quiten las ropas.

    —Di.

    —Era una petaca con monedas de oro y plata. Raymundo y Mauricha me ayudaron a escarbar.

    —¿Por qué no confesaron antes?

    —Digo no más, porque no fuimos nosotros.

    —»Digo no más»... ¡indios mentirosos y ladrones! ¿Dónde lo han guardado?

    —No sabemos, taita

    —¡Mayordomo, látigo, y calatos!

    —No taitito, que no nos desnuden aquí en la iglesia y ante tanta gente.
    Confesaremos patroncito.

    —¡Por último! ¿Dónde está?


    Los peones se miran como preguntándose si deben decir la verdad. En lo más recóndito de su secreto saben que ellos son los dueños legítimos y no avisarán de su hallazgo. Pero hay que declarar lo cierto, porque el amo los seguirá flagelando y torturando. Tras larga meditación, responden en coro:

    —Junto al corral del Palmicha, bajo el quingual, allá en la quebrada de Wiñas.

    —¡Vamos todos: —ordena con una sonrisa de triunfo el amo.

    —Vamos, pues...

    El patrón monta su alazán de paso y los indios en larga comitiva lo siguen callados. Llovizna. El aguacero amengua. Toda la noche rugió el agua y el gran río ha crecido considerablemente. Al fondo se ve que el huayco se ha llevado la huerta y el pomar.

    Suben a la cumbre junto con el sol. Al otro lado está la quebrada del Wiñas. Y arriba la sorpresa en los ojos de todos.

    —¡Gran huayco se había levantado por acá! —exclama el guía.

    —La familia del Palmicha se ha escapado de milagro.

    —¡Felizmente!, yo no viviría en esa quebrada —parlan los indios.

    —No se ve el quingual, patrón, el barro lo ha tapado hasta la copa, también los corrales. La casa, todito, caray.

    —Bajemos —ordena el hacendado.

    —Imposible, taita, podríamos hundirnos, es peligroso. Hay que esperar hasta que se oree. La ciénaga puede tragarse tres caballos uno sobre otro. Hondo está, da miedo.

    —¿Sí? —contesta el latifundista frotándose la barba crecida por la mala noche— a mí no me engañan, asquerosos, y ¿aquello que brilla junto al corral?

    —No patrón, no hay nada, cuidado que se puede hundir.

    Hinca las espuelas en los ijares del bruto que se niega a cruzar el lodazal. Herido, salta largo. Los indios gritan desde la ribera. Jinete y caballo, pese a sus esfuerzos, se enfangan poco a poco en las entrañas de la ciénaga. El animal asfixiado se hunde lentamente y el hombre al verse perdido se para sobre la montura, implorando:

    —Tírenme algo, una soga. ¡Por Dios, ayúdenme!

    Sólo está el látigo, húmedo de sangre viscosa, largo...

    —A ver si alcanza, patrón —aconseja el mayordomo, inclinándose hasta donde le es posible.

    Le arroja el tronador. Angustiado, el gamonal se coge de la punta con desesperación. Pero debido al esfuerzo, al barro y el sebo se le escurre paulatinamente cayendo de espaldas sobre el cieno, y como si expiara una terrible condena, entre gritos, maldiciones y atoros, desaparece tragado por el fango implacable.

    Los indios no ríen, ni lloran. Sus caras de tierra estéril tampoco expresan ningún sentimiento. Sólo se miran como preguntándose: ¿será bueno el otro patrón que vendrá? A éste se lo ha llevado, clarito, el diablo. ¡Ni su látigo lo ha podido salvar!
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  8. #68
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

     
    —Oh, sí —dijo el doctor Phineas Welch—, puedo invocar los espíritus de los muertos ilustres.

    Estaba un poco ebrio, de lo contrario no lo habría dicho. Pero no estaba mal embriagarse un poco en la fiesta anual de Navidad.

    Scott Robertson, el joven profesor de literatura, se ajustó las gafas y miró a derecha e izquierda para cerciorarse de que nadie oyera.

    —Vamos, doctor Welch.

    —Hablo en serio. Y no sólo los espíritus. También invoco los cuerpos.

    —No lo hubiera creído posible —dijo Robertson con tono ampuloso.

    —¿Por qué no? Es una simple cuestión de transferencia personal.

    —¿Se refiere al viaje por el tiempo? Pero eso es bastante..., esto..., insólito.
    —No sé si sabe cómo.

    —Bien, ¿y cómo, doctor Welch?

    —¿Cree que voy a contárselo?
    —preguntó muy serio el físico. Buscó con la vista otra bebida y no vio ninguna— He invocado a varios. Arquímedes, Newton, Galileo. Pobres diablos.

    —¿No les gustó nuestra época? Pensé que estarían fascinados por la ciencia moderna —comentó Robertson, que empezaba a disfrutar de la conversación.

    —Oh, lo estaban. Claro que sí. Especialmente Arquímedes. Pensé que enloquecería de alegría cuando se lo explicara por encima en el escaso griego que sé, pero no..., no...

    —¿Cuál fue el problema?

    —Una cultura distinta. No se podían habituar a nuestro modo de vida. Sentían mucho miedo y soledad. Tuve que enviarlos de vuelta.

    —Qué pena.

    —Sí. Grandes mentes, pero no mentes flexibles. No eran universales. Así que probé con Shakespeare.

    —¿Qué? —aulló Robertson, pues eso se aproximaba más a su especialidad.

    —No grite, jovencito —le reconvino Welch—. Es de mala educación.

    —¿Dice usted que invocó a Shakespeare?

    —Así es. Necesitaba a alguien con una mente universal, alguien que conociera tanto a la gente como para convivir con ella siglos después de su propia época. Shakespeare era el hombre indicado. Tengo su autógrafo. Como recuerdo, ya me entiende.

    —¿Aquí? —preguntó Robertson, con los ojos desorbitados.

    —Aquí mismo —Welch hurgó en los bolsillos del chaleco—. Ah, aquí está.

    Le dio un trozo de cartón al profesor. En un lado decía: "L. Klein e hijos, ferretería mayorista". En el otro estaba garrapateado: "William Shakespeare."
    Robertson tuvo una sospecha.

    —¿Qué aspecto tenía?

    —No era como los retratos. Calvo y feo con bigote. Hablaba con acento tosco. Desde luego, hice lo posible para congraciarlo con nuestra época. Le dije que valorábamos mucho sus obras y que aún se representaban en los teatros. Mas aún, que las considerábamos las más importantes obras literarias en lengua inglesa, tal vez de cualquier idioma.

    —Bien, bien —dijo Robertson, asombrado.

    —Le conté que la gente había escrito volúmenes enteros sobre sus obras. Naturalmente, quiso ver uno y lo saqué de la biblioteca.

    —¿Y?

    —Oh, estaba fascinado. Claro que tenía inconvenientes con los giros actuales y las referencias históricas de 1600, pero yo le ayudé. Pobre diablo. Creo que no esperaba semejante tratamiento. No paraba de decir: "¡Pardiez! ¿Qué no se puede sonsacar a las palabras en cinco siglos? ¡Se podría lograr una inundación con aguas estancadas!".

    —Él no diría eso.

    —¿Por qué no? Escribía sus obras con la mayor celeridad posible. Me explicó que tenía que hacerlo para cumplir con los plazos. Escribió Hamlet en menos de seis meses. La trama era vieja. Él se limitó a pulirla un poco.

    —Eso es lo que se hace con el espejo de un telescopio —replicó indignado el profesor de literatura—. Sólo lo pulen un poco.

    El físico no le prestó atención. Divisó un cóctel intacto en la barra, a pocos metros, y furtivamente se dirigió hacia él.

    —Le dije al Bardo Inmortal que incluso dictábamos cursos universitarios sobre Shakespeare.

    —Yo dicto uno.

    —Lo sé. Lo inscribí en ese curso nocturno precisamente. Nunca he visto a un hombre tan ávido de averiguar qué pensaba de él la posteridad como el pobre Will. Trabajó con empeño en ello.

    —¿Ha inscrito a William Shakespeare en mi curso? —farfulló Robertson.

    Aun como fantasía alcohólica la idea resultaba abrumadora. ¿Pero se trataba de una fantasía alcohólica? Recordaba vagamente a un hombre calvo y que hablaba de forma exótica...

    —No con su verdadero nombre, por supuesto —le aclaró el doctor Welch—. No quiero ni pensar cómo lo pasó. Fue un error, eso es todo. Un gran error. Pobre diablo.

    Se hizo con el cóctel y sacudió la cabeza ante la copa.

    —¿Por qué fue un error? ¿Qué sucedió?

    —Tuve que enviarlo de vuelta a 1600 —rugió el indignado Welch—. ¿Cuánta humillación cree usted que puede soportar un hombre?

    —¿De qué humillación me habla?

    El doctor Welch se liquidó el cóctel de un solo trago.

    —Vaya, maldito patán. Usted lo desaprobó.


    Post 300 :D
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  9. #69
    Senior Member Avatar de DarloxD
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Sería mejor que coloquen el tiempo estimado de lectura de cada cuento que publiquen.
    <CarlitoxD!>

  10. #70
    Junior Member Avatar de ShatFieL
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

     
    -Querida, ¿dónde está Jimmy? -preguntó el señor Anderson.
    -Afuera, en el cráter -dijo la señora Anderson-. No te preocupes por él. Está con Robutt...
    ¿Ha llegado ya?
    -Sí. Está pasando las pruebas en la estación de cohetes. Te juro que me ha costado mucho
    contenerme y no ir a verlo. No he visto ninguno desde que abandoné la Tierra hace ya
    quince años..., dejando aparte los de las películas, claro. -Jimmy nunca ha visto ninguno -
    dijo la señora Anderson.
    -Porque nació en la Luna y no puede visitar la Tierra. Por eso hice traer uno aquí. Creo que
    es el primero que viene a la Luna.
    -Sí, su precio lo demuestra -dijo la señora Anderson lanzando un suave suspiro.
    -Mantener a Robutt tampoco resulta barato, querida -dijo el señor Anderson.
    Jimmy estaba en el cráter, tal y como había dicho su madre. En la Tierra le habrían
    considerado delgado, pero estaba bastante alto para sus diez años de edad. Sus brazos y sus
    piernas eran largos y ágiles. El traje espacial que llevaba hacía que pareciese más robusto y
    pesado, pero Jimmy sabía arreglárselas en la débil gravedad lunar como ningún terrestre
    podría hacerlo nunca. Cuando Jimmy tensaba las piernas y daba su salto de canguro su
    padre siempre acababa quedándose atrás.
    El lado exterior del cráter iba bajando en dirección sur y la Tierra -que se hallaba bastante
    baja en el cielo meridional, el lugar donde estaba siempre vista desde Ciudad Lunar-, ya
    casi había entrado en la fase de llena, por lo que toda la ladera del cráter quedaba bañada
    por su claridad.
    La pendiente no era muy empinada, y ni tan siquiera el peso del traje espacial podía
    impedir que Jimmy se moviera con gráciles saltos que le hacían flotar y creaban la
    impresión de que no había ninguna gravedad contra la que luchar.
    -¡Vamos, Robutt! -gritó Jimmy.
    Robutt le oyó a través de la radio, ladró y echó a correr detrásde él.
    Jimmy era un experto, pero ni tan siquiera él podía competir con las cuatro patas y los
    tendones de Robutt, que además no necesitaba traje espacial. Robutt saltó por encima de la
    cabeza de Jimmy, dió una voltereta y terminó posándose casi debajo de suspies.
    -No hagas tonterías, Robutt, y quédate allí donde pueda verte -le ordenó Jimmy.
    Robutt volvió a ladrar, ahora con el ladrido especial que significaba "Sí".
    -No confío en ti, tunante -exclamó Jimmy.
    Dio un último salto que lo llevó por encima del curvado borde superior de la pared del
    cráter y le hizo descender hacia la ladera inferior.
    La Tierra se hundió detrás del borde de la pared del cráter, y la oscuridad acegadora y
    amistosa que eliminaba toda diferencia entre el suelo y el espacio envolvió a Jimmy. La
    única claridad visible era la emitida por las estrellas.
    En realidad Jimmy no tenía permitido jugar en el lado oscuro de la pared del cráter. Los
    adultos decían que era peligroso, pero lo decían porque nunca habían estado allí. El suelo
    era liso y crujiente, y Jimmy conocía la situación exacta de cada una de las escasas piedras
    que había en él.
    Y, además, ¿qué podía haber de peligroso en correr a través de la oscuridad cuando la
    silueta resplandeciente de Robutt le acompañaba ladrando y saltando a su alrededor? El
    radar de Robutt podía decirle dónde estaba y dónde estaba Jimmy aunque no hubiera luz.
    Mientras Robutt estuviera con él para advertirle cuando se acercaba demasiado a una roca,
    saltar sobre él demostrándole lo mucho que le quería o gemir en voz baja y asustada
    cuando Jimmy se ocultaba detrás de una roca aunque Robutt supiera todo el rato dónde
    estaba Jimmy jamás podría sufrir ningún daño. En una ocasión Jimmy se acostó sobre el
    suelo, se puso muy rígido y fingió estar herido, y Robutt activó la alarma de la radio
    haciendo acudir a un grupo de rescate de Ciudad Lunar. El padre de Jimmy castigó la
    pequeña travesura con una buena reprimenda, y Jimmy nunca había vuelto a hacer algo
    semejante.
    La voz de su padre le llegó por la frecuencia privada justo cuando estaba recordando
    aquello.
    -Jimmy, vuelve a casa. Tengo que decirte algo.
    Jimmy se había quitado el traje espacial y se había lavado concienzudamente después de
    entrar en casa; e incluso Robutt habíasido meticulosamente rociado, lo cual le encantaba.
    Robutt estabainmóvil sobre sus cuatro patas con su pequeño cuerpo de no más de treinta
    centímetros de longitud estremeciéndose y lanzando algún que otro destello metálico, y su
    cabecita desprovista de boca con dos ojos enormes que parecían cuentas de cristal y la
    diminuta protuberancia donde se hallaba alojado el cerebro no dejó de lanzar débiles
    ladridos hasta que el señor Anderson abrió la boca.
    -Tranquilo, Robutt -dijo el señor Anderson, y sonrió-. Bien,
    Jimmy, tenemos algo para ti. Ahora se encuentra en la estación de cohetes, pero mañana
    ya habrá pasado todas las pruebas y lo tendremos en casa. Creo que ya puedo decírtelo.
    -¿Algo de la Tierra, papi?
    -Es un perro de la Tierra, hijo, un perro de verdad..., un cachorro de terrier escocés para
    ser exactos. El primer perro de la Luna... Ya no necesitarás más a Robutt. No podemos
    tenerlos a los dos, ¿sabes? Se lo regalaremos a algún niño. -El señor Anderson parecía estar
    esperando a que Jimmy dijera algo, pero al ver que no abría la boca siguió hablando-. Ya
    sabes lo que es un perro,
    Jimmy. Es de verdad, está vivo... Robutt no es más que una imitación mecánica, una copia
    de robot.
    Jimmy frunció el ceño.
    -Robutt no es una imitación, papi. Es mi perro.
    -No es un perro de verdad, Jimmy. Robutt tiene un cerebro positrónico muy sencillo y está
    hecho de acero y circuitos. No está vivo.
    -Hace todo lo que yo quiero que haga, papi. Me entiende. Te aseguro que está vivo.
    -No, hijo. Robutt no es más que una máquina. Está programado para que actúe de esa
    forma. Un perro es algo vivo. En cuanto tengas al perro ya no querrás a Robutt.
    -El perro necesitará un traje espacial, ¿verdad?
    -Sí, naturalmente, pero creo que será dinero bien invertido y muy pronto se habrá
    acostumbrado a él... Y cuando esté en la ciudad no lo necesitará, claro. Cuando lo
    tengamos en casa enseguida notarás la diferencia.
    Jimmy miró a Robutt. El perro robot había empezado a lanzar unos gemidos muy débiles,
    como si estuviera asustado. Jimmy extendió los brazos hacia él y Robutt salvó la distancia
    que le separaba de ellos de un solo salto.
    -¿Y qué diferencia hay entre Robutt y el perro? -preguntó Jimmy.
    -Es difícil de explicar -dijo el señor Anderson-, pero lo comprenderás en cuanto lo veas. El
    perro te querrá de verdad, Jimmy. Robutt sólo está programado para actuar como si te
    quisiera, ¿en tiendes?
    -Pero papi... No sabemos qué hay dentro del perro ni cuáles son sus sentimientos. Puede
    que también finja.
    El señor Anderson frunció el ceño.
    -Jimmy, te aseguro que en cuanto hayas experimentado el amor de una criatura viva
    notarás la diferencia.
    Jimmy estrechó a Robutt en sus brazos. El niño también tenía el ceño fruncido, y la
    expresión desesperada de su rostro indicaba que no estaba dispuesto a cambiar de opinión.
    -Pero si los dos se portan igual conmigo entonces tanto da que sea un perro de verdad o un
    perro robot -dijo Jimmy-. ¿Y lo que yo siento? Quiero a Robutt, y eso es lo que importa.
    Y el pequeño robot, que nunca se había sentido abrazado con tanta fuerza en toda su
    existencia, lanzó una serie de ladridos estridentes..., ladridos de pura felicidad.

  11. #71
    Member Avatar de Yamawaro
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Bueno a veces suelo escribir relatos, y quisiera compartir éste con uds. Cualquier crítica via mp:cheesy:

     
    No es la primera vez que nos encontramos aquí. Aunque debo admitir que ha pasado mucho desde la última vez.

    Y como en anteriores ocasiones, cuando ya no nos queda placer para dar, se sienta en la bañera hecha de mármol y de sueños que se ahogaron.

    Suspira.

    - No has cambiado nada

    Debería tener valor para refutárselo. Pero yo se que no miente, me conoce bien.

    - Ultimamente todos coinciden en eso - respondo alegremente.

    - ¿Todos? ¿Quiénes son todos?

    - Mi madre, mis hermanos, mis amigos y él.

    -¿El? - pregunta, fingiendo no saber. Sonríe por un instante y me mira con esos enormes ojos café.

    -Sí. El espejo.


    Todas las mañanas miro a través de el espejo.

    Y avergonzado acepto lo que muestra mi reflejo en él.

    Aún soy tuyo.

    Aunque ciertas noche he sido de otras. ¿O ellas fueron mías?. Y por más que en dichas noches con ellas haya compartido la fragilidad de la piel, solo contigo compartí el alma.

    ¿Lo recuerdas?. ¿ Luchas por olvidarlo?. No te esfuerces, es en vano. Dejame ayudarte. Al menos esta noche, dejame llevarte.

    Fue una tarde de un lejano, pero mucha más calido, mes de julio. Te acariciaba, jugaba con tu cabello. Tú mirabas al cielo y sonreías. Mataría por recordar la forma en que lo hacías pero, por desgracia, de esa tarde sólo recuerdo nuestro pecado.

    Perdona que interrumpa el relato, pero noto cierto escepticismo en tu mirada.

    ¿ Lo dudas? ¡Sucedió en verdad, debes creerme! No podrías olvidar el fruto de mi silenciosa tenacidad.

    Sonríes con ironía.

    Esta bien, admitiré que tambien hubo algo de vil arrechura. Pero ello no cambia en nada lo que sucedió aquella tarde. Aunque quizás ambos quisiéramos cambiar el escenario.

    Debo pedirte disculpas. No es por excusarme, ¿pero a donde mas podría haberte llevado?. Aunque no puedes negar que ello le añadía la pizca de marginalidad necesaria para que nuestro crimen sea perfecto.

    ¿Recuerdas el dulce sabor de la mutua desnudez? ¿Olvidaste como temblaban mis manos al tocarte por primera vez? No puedes, o simplemente no quieres.

    Todo cambió esa tarde. Te hiciste mujer. Pero contrariando a mis románticos deseos, no me convertí en tu hombre. Conocí un mundo de placer y sensaciones, hasta entonces ajeno para mí. Y cual novel vampiro, anhele más y no me basto la primera mordida.

    Desde entonces bebí a copa llena de tu sangre. Noche tras noche, en un infinito ritual de insaciable lujuria, me permitías drenarte el alma. Me volví inmortal, cambié mi sol por tu luna y bañado en sudor deje de dormir.

    Era jóven y no entendí, entonces, el precio que estaba pagando.

    Muchas noches han pasado, muchos juegos peligrosos he perdido, y aún así sigo atado. Sigo siendo el títere de un poder mucho más grande. Pero no te equivoques, no me desagrada serlo. De alguna manera enferma, siento que eres tú quien maneja los hilos. Eres tú quien me entrega la carne de otras. Para morderlas, para saciarme de ellas. Para...¡Maldita sea! no olvidar que por más que mis dientes las desgarren nunca tendran sabor a tí.

    Te acercas a mí. Me besas una vez más.

    Sabías desde el inicio a que había venido.

    Siento la lujuria recorriendo mi ser, pero antes de que pueda decir algo; das media vuelta, dandome la espalda como tantas veces lo has hecho.

    Y con sorna exclamas:

    - ¡ No! ¡Olvídalo! Nunca te devolveré tu albedrío.

  12. #72
    Senior Member Avatar de thecrazywolf
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Muy buenos , todos
    Mi nombre en :
    Hobbit : Fosco Sackville-Bracegirdle
    Elfico : Lenwë Tasardur

  13. #73
    Senior Member Avatar de Soledad
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    Talking Re: Relatos Cortos

    Hola muy interesantes sus historias quede anonadada con algunas:oops: aqui dejo una historia que hizo un amigo mio espero que sea de su agrado :)

    La Historia del “Ángel de la Muerte”
    Agustin Perez Castillo
    Al inicio de los tiempos…
    Un terrible maleficio que traía una gran responsabilidad se le fue entregada a un ser humano, este cuidaría y guiaría las almas hacia el mas allá. Un ser que fue condenado a ser inmortal y ver pasar los días, los meses, los años, los milenios, las eras… este ser que todo lo tenía y que a la vez no tenía nada solo podía ser conocido con un nombre “La Muerte”. Este espectral personaje era visto por todo el mundo y todas las personas tenían que verla aunque fuese solo 1 vez, con una gigantesca “hoz” arrebataba las almas de las personas que debían morir y las guiaba hacia el más allá.

    Las guerras, las peleas familiares, los lugares lúgubres y llenos de violencia eran los lugares preferidos para que este personaje apareciera, adoptando una apariencia humana para tratar de comprender el propósito que se le había encomendado. Caminando libremente, sin ser percatado por nadie como si ni siquiera estuviese ahí, el solo quiere conocer la verdad de lo que sucede con la humanidad y el “¿por qué?” de su existencia.
    Este místico personaje, solitario dudoso de su poder pero a la vez conocedor de todas las razones por las que el hombre perece. La humanidad tenía que hacerse una pregunta “¿Debemos temerle a La Muerte?”

    Un buen día de 1995, una niña atrapada entre los escombros de un edificio, agonizando, la muerte se vio vista en un dilema… continuar con su trabajo y llevarse el alma de la niña o ver que sucedía con ella si continuaba con su vida, entonces la muerte curiosa por saber que le depararía el destino a esta niña la ayudo a salir de los escombros. Los padres encontraron a su hija aun con vida y dieron gracias a Dios porque ella estuviera viva, la muerte se dio la vuelta y la niña abrió los ojos y la miro… entonces con su voz suave y casi desfalleciente le dijo: “Gracias Señor por haberme sacado de ahí”, los padres de la niña miraron hacia donde ella miraba pero no vieron nada.
    Entonces la pequeña niña cuyo nombre no se conoce fue creciendo, madurando y dando gracias todos los días a aquella “persona” que aquel día en el que estuvo a punto de morir la rescato de los escombros.
    Ella curiosa por averiguar quién era esa persona misteriosa que le había salvado la vida se volvió una investigadora de lo paranormal.
    Un día en uno de sus tantos viajes con el propósito de averiguar quien fue su misterioso salvador fue hacia un lugar recóndito en África, los lugareños decían que una persona había salvado a un niño de unos leones, ella creía que esa persona podría ser la misma que le salvo la vida aquel día de 1995. Entonces se le vinieron preguntas a la mente: “¿Cómo alguien puede arriesgar su vida para salvar la vida de alguien a quien ni conoce?”, “¿Por qué ir de lugar en lugar salvando la vida de las personas sin importar la suya?”. Ella con las ganas de saber quién era este personaje se adentro en el bosque… en la media noche con la luna que le alumbraba el camino se dirigió a la laguna donde ocurrió el accidente con los leones, entonces fue que vio a alguien entre los arbustos de la orilla.
    “Oiga, que hace usted en un lugar como este a estas horas de la noche”…
    Un silencio ensordecedor, un frio que llegaban hasta sus huesos, ella sentía muchas emociones encontradas y se preguntaba “¿será el?” de pronto comenzó a caer como si el aire a su alrededor fuera desapareciendo y entonces le pregunto “¿Por qué me sacaste de los escombros aquella vez?”, “¿Quién eres?”…
    Ella casi inconsciente mira a este lúgubre personaje que se le acercaba y le pregunto “¿Qué eres?” y este mismo con una voz muy grave le dijo:
    “Yo soy todos y todos soy yo, dime tu joven que buscas descubrir la verdad y el sentido que lleva la humanidad, quien eres y a que has venido hasta aquí”
    Al día siguiente ella estaba en su apartamento, sin saber que había sucedido, sin recordar donde estuvo los últimos 2 meses. Entonces encontró una nota que decía:
    “No necesitas saber la verdad, por que cuando llegue el día indicado te la contare todo como lo he ido haciendo con toda la humanidad, buenos o malos tarde o temprano llegan a conocerme y llegan a enterarse de la verdad de la humanidad, disfruta de tu vida, disfruta de las cosas que te divierten, disfruta de los momentos felices, por que cuando yo llegue a visitarte todo terminara”.
    Ella algo asustado lanzo la nota al suelo y cuando la nota caía se percato que tenía algo más… un remitente, temblorosa de lo que acababa de leer se acerco nuevamente a la nota y la volteo, “he aquí la respuesta a todas tus inquietudes”
    “Remite: La Muerte”
    “entonces dime tu ahora… ¿le temes o no a la muerte?”

  14. #74
    Member Avatar de Riugan
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    Predeterminado Reviviendo el topic.

     
    Edith Fellowes se alisó la bata de trabajo como hacía siempre antes de abrir la compleja cerradura de la puerta y cruzar la invisible línea divisoria que separaba el es del no es. Llevaba la libreta y el bolígrafo, aunque ya no tomaba notas excepto cuando consideraba absolutamente necesario hacer algún informe.
    En esta ocasión llevaba también una maleta. («Juguetes para el niño», había dicho ella, sonriente, al vigilante, que desde hacía tiempo había dejado de hacerle preguntas y que le indicó que podía pasar.)

    Como siempre, el niño feo supo que ella había entrado y se acercó corriendo.

    — ¡Señorita Fellowes! ¡Señorita Fellowes! — gritó con su blanda e indistinta voz.

    — Timmie... — dijo ella, y pasó la mano por el tupido cabello castaño que cubría la desfigurada cabecita— . ¿Qué ocurre?

    — ¿Volverá Jerry para jugar otra vez? Siento lo que pasó.

    — Eso no importa ahora, Timmie. ¿Por eso llorabas?

    El niño bajó los ojos.

    — No sólo por eso, señorita Fellowes. He soñado otra vez.

    — ¿El mismo sueño?

    Los labios de la señorita Fellowes se fruncieron. Claro, el incidente con Jerry había hecho volver el sueño.

    El niño asintió. Sus dientes, demasiado grandes, asomaron cuando intentó sonreír, y los labios de su sobresaliente boca se estiraron al máximo.

    — ¿Cuándo seré bastante grande para salir, señorita Fellowes?

    — Pronto — dijo ella en voz baja, sintiendo que se le partía el corazón— . Pronto.

    La señorita Fellowes dejó que el niño le tomara la mano y gozó con el cálido tacto de la gruesa y seca piel de la palma. El niño la llevó por las tres habitaciones que formaban el conjunto de la Sección Uno de Estasis; acogedoras, cierto, pero una prisión eterna para el niño feo durante los siete años (¿eran siete?) que llevaba de vida.

    El niño la condujo a la única ventana, con vistas a un boscoso fragmento lleno de matorrales del mundo del es (en aquel momento oculto por la noche), donde una valla e instrucciones pintadas prohibían a cualquier hombre adentrarse sin permiso.
    El niño apretó la nariz contra la ventana.

    — ¿Afuera, señorita Fellowes?

    — Mejores lugares. Lugares más bonitos — dijo tristemente ella, mientras contemplaba la pobre cara encarcelada perfilada en la ventana.

    La frente del niño se hundía planamente, y su cabello caía en mechones sobre ella. La nuca sobresalía y parecía un peso excesivo para la cabeza, de forma que ésta se inclinaba hacia delante y obligaba al cuerpo a adoptar una postura encorvada. Óseos bordes habían provocado ya un abultamiento en la piel de los ojos. La ancha boca sobresalía más que la amplia y achatada nariz, y el niño carecía de barbilla propiamente dicha; sólo tenía una mandíbula de lisas curvas. Era bajo para su edad, y tenía las piernas cortas, gruesas y torcidas.
    Era un niño terriblemente feo, y Edith Fellowes lo amaba intensamente.

    La cara de la enfermera quedaba fuera de la línea de visión del niño, por lo que permitió a sus labios el lujo de un temblor.
    No lo matarían. Ella haría cualquier cosa para impedirlo. Cualquier cosa. Abrió la maleta y empezó a sacar la ropa que contenía.
    Edith Fellowes había cruzado por primera vez el umbral de Estasis, Inc., hacía poco más de tres años. Entonces no tenía la menor idea sobre el significado de Estasis y la tarea de la sociedad. Nadie lo sabía entonces, excepto las personas que trabajaban allí. De hecho, sólo un día después de la llegada de la enfermera se dio la noticia al mundo.

    En aquel entonces, fue simplemente un anuncio de Estasis solicitando una mujer con conocimientos de fisiología, experiencia en química clínica y amor a los niños. Edith Fellowes era enfermera en una sala de maternidad y creía satisfacer dichos requisitos. Gerald Hoskins, en cuyo escritorio figuraba una placa que indicaba su título de doctor, se rascó la mejilla con el pulgar y miró fijamente a la aspirante.
    La señorita Fellowes se irguió automáticamente y notó que se le crispaba el rostro, de nariz levemente asimétrica y cejas una pizca gruesas.

    «Él tampoco es guapo — pensó ella resentida— . Está engordando, se está quedando calvo y tiene una boca horrible...» Pero el salario mencionado en el anuncio era mucho más elevado de lo que la señorita Fellowes esperaba, y por eso se limitó a aguardar.

    — Bien, ¿realmente adora a los niños? — dijo Hoskins.

    — No lo afirmaría si no fuera cierto.

    — ¿O simplemente le encantan los niños guapos? ¿Los encantadores, regordetes, con lindas naricillas y voces de jilguero?

    — Los niños son niños, doctor Hoskins — dijo la señorita Fellowes— , y los que no son guapos son precisamente los que pueden necesitar más ayuda.

    — Entonces supongo que podemos aceptarla...

    — ¿Pretende decir que me da el empleo ahora mismo?

    Él sonrió brevemente, y durante un momento su ancha cara tuvo un distraído rasgo de encanto.

    — Tomo decisiones rápidas — dijo— . Pero de momento la oferta es provisional. Puedo tomar una decisión igualmente rápida para dejarla marchar. ¿Está dispuesta a correr el riesgo?

    La señorita Fellowes aferró su bolso y calculó con la máxima rapidez posible. Luego ignoró los cálculos y se dejó llevar por su impulso.

    — De acuerdo.

    — Magnífico. Vamos a formar Estasis esta noche y creo que será mejor que esté allí para empezar de inmediato. Eso será a las ocho de la noche, y me gustaría que usted estuviera a las siete y media.

    — Pero, ¿qué...?

    — Magnífico. Magnífico. Eso es todo por ahora.

    Tras una señal, una risueña secretaria entró y acompañó fuera a la enfermera.

    La señorita Fellowes contempló un instante la cerrada puerta del doctor Hoskins. ¿Qué era Estasis? ¿Qué relación tenía con los niños aquel gran edificio de aspecto de granero, con empleados provistos de placas de identificación, con improvisados pasillos, con un inconfundible ambiente de ingeniería?

    Se preguntó si debía volver por la noche o quedarse en casa y dar una lección al arrogante individuo. Pero sabía que iba a volver, aunque sólo fuera por pura frustración. Tenía que averiguar lo de los niños.

    La señorita Fellowes volvió a las siete y media y no tuvo que anunciarse. Uno tras otro, hombres y mujeres parecían conocerla y saber su trabajo. Le parecía ir sobre ruedas cuando la llevaron adentro.

    El doctor Hoskins estaba allí, pero se limitó a mirarla con aire distante.

    — Señorita Fellowes... — murmuró.

    Ni siquiera le sugirió que tomara asiento, pero ella arrastró tranquilamente una silla hasta la barandilla y se sentó.
    Se hallaban en una galería, contemplando un enorme foso lleno de instrumentos que parecían un cruce entre el tablero de mandos de una nave espacial y el teclado de una computadora. A un lado había separaciones que formaban un piso sin techo, una gigantesca casa de muñecas cuyas habitaciones podían verse desde arriba.

    La señorita Fellowes vio una cocina electrónica y un frigorífico en una habitación, y un improvisado lavabo en otra. Y el objeto que distinguió en otra habitación sólo podía ser parte de una cama, de una cama pequeña.

    Hoskins estaba hablando con otro hombre, y ambos, junto con la señorita Fellowes, eran los únicos ocupantes de la galería. Hoskins no quiso presentar al desconocido, y la enfermera lo miró furtivamente. Era delgado, y tenía cierto atractivo como hombre de edad madura. Tenía un pequeño bigote y penetrantes ojos, al parecer atareados con todo.

    — Ni por un momento fingiré que entiendo todo esto, doctor Hoskins — estaba diciendo— . Es decir, entiendo tanto como puede esperarse de un lego, de un lego razonablemente inteligente. Con todo, si hay algo que entiendo menos, es la cuestión de la selectividad. Usted sólo puede alcanzar cierta distancia. Eso parece lógico, las cosas se hacen más vagas al aumentar la distancia, se requiere más energía... Pero luego me dice que no puede llegar muy cerca. Ésa es la parte enigmática.

    — Puedo hacerlo parecer menos paradójico, Deveney, si me permite utilizar una analogía.

    (La señorita Fellowes identificó al desconocido en cuanto oyó su nombre, y se impresionó aun sin quererlo. Se trataba obviamente de Candide Deveney, el redactor científico de Telenoticias, que acudía notoriamente al escenario de cualquier importante avance científico. La enfermera incluso reconoció la cara de Deveney, ya que la había visto en la notiplaca cuando se anunció el aterrizaje en Marte... De modo que el doctor Hoskins debía tener algo importante allí.)

    — Desde luego, use una analogía — dijo Deveney con aire pesaroso— , si cree que eso servirá de algo.

    — Bien, pues. Es imposible leer un libro con caracteres de imprenta ordinarios si se lo sostiene a dos metros de los ojos, pero es posible leerlo a un palmo de distancia. Hasta aquí, cuanto más cerca mejor. Pero si pone el libro a cinco centímetros de sus ojos, vuelve a estar perdido. Existe el hecho de la excesiva proximidad, como ve.

    — Hummm — dijo Deveney.

    — O considere otro ejemplo. Su hombro derecho está a setenta centímetros de la punta de su dedo índice, y puede apoyar este dedo en su hombro derecho. Su codo derecho está sólo a la mitad de la distancia de la punta de su dedo índice. De acuerdo con la lógica ordinaria, sería más fácil hacer lo mismo, y sin embargo usted no puede poner el dedo índice de su mano derecha en el codo del mismo lado. De nuevo, existe el hecho de la excesiva proximidad.

    — ¿Puedo usar estas analogías en mi relato? — preguntó Deveney.
    — Naturalmente. Me encantaría. He esperado mucho tiempo a que alguien como usted tenga un relato. Le ofreceré cualquier otra cosa que desee. Es hora, por fin, de querer que el mundo mire por encima de nuestro hombro. La gente verá algo.

    (A pesar suyo, la señorita Fellowes admiraba la serena certeza del doctor. Había fuerza allí.)

    — ¿Cuán lejos va a llegar? — dijo Deveney.

    — Cuarenta mil años.

    La señorita Fellowes contuvo la respiración bruscamente.

    ¿Años?

    Había tensión en el ambiente. Los encargados de los controles apenas se movían. Un hombre hablaba ante un micrófono con suave monotonía, pronunciando breves frases que no tenían sentido para la señorita Fellowes.

    Deveney se apoyó en la barandilla de la galería con la mirada fija.

    — ¿Veremos algo, doctor Hoskins? — preguntó.

    — ¿Qué? No. Nada hasta que se complete el trabajo. Detectamos de forma indirecta, algo parecido al principio del radar, con la excepción que utilizamos mesones en lugar de radiación. Los mesones buscan retrocediendo en el tiempo en las condiciones apropiadas. Algunos se reflejan, y debemos analizar los reflejos.

    — Eso parece difícil.

    Hoskins sonrió de nuevo brevemente, como siempre.

    — Es el producto final de cincuenta años de investigación, cuarenta de ellos antes de mi entrada en el campo... Sí, es difícil.
    El hombre del micrófono alzó una mano.

    — Hemos estado fijos en un momento particular de tiempo desde hace semanas. Hemos roto la conexión, la hemos rehecho tras calcular nuestros movimientos en el tiempo, nos hemos asegurado de poder maniobrar el flujo temporal con suficiente precisión. Esto debe dar resultado ahora.

    Pero su frente relucía.

    Edith Fellowes notó que se había levantado de la silla y estaba en la barandilla de la galería, pero no había nada que ver.

    — Ahora — dijo en voz baja el hombre del micrófono.

    Hubo un lapso de silencio suficiente para respirar una vez y luego el sonido del chillido de un aterrorizado niño en las habitaciones de la casa de muñecas. ¡Terror! ¡Penetrante terror!

    La cabeza de la señorita Fellowes se volvió en la dirección del grito. Un niño estaba involucrado. Lo había olvidado.

    El puño de Hoskins golpeó la barandilla, y el doctor, con voz tensa y temblorosa, con voz de triunfo, dijo:

    — ¡Conseguido!

    La señorita Fellowes fue forzada a bajar el corto tramo espiral de escalera por la dura presión de la palma de Hoskins aplicada a sus omoplatos. El doctor no le dio explicaciones.

    Los hombres de los controles estaban de pie en aquel momento, sonrientes, fumando, observando a los tres que llegaban a la planta principal. Un zumbido muy tenue surgía de la casa de muñecas.

    — Es totalmente seguro entrar en Estasis — dijo Hoskins a Deveney— . Lo he hecho mil veces. Se produce una sensación extraña que dura un momento y no significa nada.

    Hoskins cruzó un abierto umbral en muda demostración, y Deveney, con rígida risa y tras respirar con obvia profundidad, le siguió:

    — ¡Señorita Fellowes! ¡Por favor! — dijo Hoskins.

    El doctor torció el dedo índice impacientemente.

    La señorita Fellowes asintió y entró muy rígida. Fue como si un escarceo, un hormigueo interno recorriera su cuerpo.
    Pero una vez dentro todo pareció normal. Se percibía el olor de la madera nueva de la casa de muñecas y..., y de..., de tierra.
    Se había hecho el silencio, ninguna voz por fin, pero había un seco arrastrar de pies y, quizá, una mano que rascaba madera..., y luego un suave gemido.

    — ¿Dónde está? — preguntó angustiada la señorita Fellowes.

    ¿Por qué no se preocupaban aquel par de necios?

    El niño se hallaba en el dormitorio; o por lo menos, en la habitación que tenía la cama.

    Estaba de pie, desnudo, con el pequeño pecho, manchado de barro, subiendo y bajando irregularmente. Un montón de tierra y áspera hierba se extendía en el suelo alrededor de sus descalzos pies morenos. El olor a tierra procedía de allí, igual que el vestigio de algo fétido.
    Hoskins siguió la aterrorizada mirada de la enfermera.

    — Es imposible arrancar limpiamente a un niño del tiempo, señorita Fellowes — dijo en tono de disgusto— . Hemos tenido que recoger parte de los alrededores por cuestión de seguridad. ¿O habría preferido que el niño llegara aquí con una pierna menos, o con sólo media cabeza?

    — ¡Por favor! — repuso la señorita Fellowes, abrumada por el asco— . ¿Vamos a quedarnos con los brazos cruzados? La pobre criatura está asustada. Y muy sucia.

    Tenía mucha razón. El niño tenía manchas de barro incrustado y grasa, y un arañazo en el muslo, que estaba enrojecido e inflamado.
    Cuando Hoskins se aproximó, el niño, que aparentaba tener tres años, se agachó y retrocedió rápidamente. Alzó el labio superior y gruñó sibilantemente, igual que un gato. Con rápido gesto, Hoskins tomó al niño por ambos brazos y lo levantó del suelo, pese a que se revolvía y chillaba.

    — Sosténgalo — dijo la señorita Fellowes— . Lo primero que necesita es un baño. Hay que limpiarlo. ¿Tiene lo preciso? Si es así, ordene que lo traigan aquí. Y al principio necesitaré ayuda para agarrar al niño. Luego, por el amor del cielo, ordene que recojan toda esta suciedad.

    Ella estaba ya dando órdenes, y se la veía a sus anchas. Y puesto que era una enfermera eficaz, y no una confusa espectadora, la señorita Fellowes examinó al pequeño con ojo clínico..., y dudó durante unos instantes de sobresalto. Lo examinó más allá del barro y los gritos, más allá del agitar de extremidades y el inútil retorcimiento. Vio al niño propiamente dicho.

    Era el niño más feo que había visto nunca. Horriblemente feo desde la deforme cabeza hasta las torcidas piernas.

    La señorita Fellowes lavó al niño con ayuda de tres hombres, mientras otros iban de un lado a otro intentando limpiar la habitación. La enfermera actuó en silencio y con una sensación de atropello, irritada por el continuo desasosiego y los chillidos del pequeño, y por los indecorosos salpicones de jabonosa agua a que se veía sometida.

    El doctor Hoskins había intuido que el niño no sería guapo, pero eso no implicaba ni con mucho que la criatura estaría repulsivamente deformada. Y el hedor del pequeño era tal que el jabón y el agua sólo lo aliviaban muy poco a poco.

    La señorita Fellowes sintió el intenso deseo de echar al niño, enjabonado como estaba, en brazos del doctor y marcharse. Pero estaba el orgullo profesional. Ella había aceptado una tarea, al fin y al cabo... Y estaba la mirada de los ojos del doctor, una fría mirada que decía: «¿Sólo niños guapos, señorita Fellowes?»

    Hoskins se mantenía apartado, observando fríamente a cierta distancia con un asomo de sonrisa en el semblante. En un momento dado se fijó en los ojos de la enfermera, y pareció divertirse con la indignación de la mujer.

    La señorita Fellowes decidió que aguardaría un rato antes de renunciar. Hacerlo al instante sería rebajarse.

    Luego, cuando el niño tuvo un soportable tono rosado y olor a perfumado jabón, la enfermera se sintió mejor a pesar de todo. Los chillidos se transformaron en gimoteos de agotamiento, y el niño miró alrededor atentamente; sus ojos se movieron con veloz y asustado recelo de uno a otro de los ocupantes de la habitación. La limpieza acentuaba su delgada desnudez, mientras se estremecía de frío tras el baño.

    — ¡Traigan una bata para el niño! — dijo vivamente la señorita Fellowes.

    Al momento apareció una bata. Todo parecía preparado y sin embargo nada estaba disponible a menos que ella diera la orden; como si deliberadamente dejaran el asunto en sus manos sin ayudarla, para ponerla a prueba.

    El reportero, Deveney, se acercó.

    — Yo lo sostendré, señorita — dijo— . Usted sola no podrá ponérsela.

    — Gracias — dijo ella.
    Ciertamente hubo una batalla, pero la bata quedó puesta, y cuando el niño hizo ademán de desgarrarla, la enfermera le dio una brusca palmada en la mano.

    El niño enrojeció, pero no lloró. Miró fijamente a la mujer y los torcidos dedos de una de sus manos se deslizaron lentamente por la franela de la prenda, palpando su extrañeza.

    La señorita Fellowes, desesperada, pensó: «Bueno, y ahora, ¿qué?»

    Todo el mundo parecía estar en animación suspendida, aguardando la reacción de la enfermera..., incluso el niño feo.

    — ¿Tienen comida? ¿Leche? — preguntó bruscamente.

    La tenían. Trajeron una unidad móvil, y en el compartimiento de refrigeración había un litro de leche; había también un calentador y diversos fortificantes en forma de pastillas vitamínicas, jarabe de cobre, cobalto y hierro, y otras cosas que la enfermera no tenía tiempo para examinar. Había varios envases de comida infantil que se auto calentaba.

    La señorita Fellowes usó leche, solamente leche para empezar. La unidad de radiaciones calentó el líquido hasta la temperatura apropiada en cuestión de segundos y se desconectó, y la enfermera puso un poco de leche en un plato. Estaba segura del salvajismo del niño. Él no sabría usar una taza.

    La señorita Fellowes bajó la cabeza y dijo al pequeño:

    — Bebe. Bebe.

    Hizo un gesto como si se llevara el plato a la boca. Los ojos del niño siguieron el movimiento, pero nada más.

    De pronto, la enfermera recurrió a medidas directas. Tomó con una mano el brazo del niño y metió la otra en la leche. Le mojó los labios con el líquido, y éste cayó goteando por las mejillas y la contraída barbilla.

    Durante un instante el niño lanzó un agudo grito, y acto seguido su lengua se movió sobre sus mojados labios. La señorita Fellowes retrocedió.

    El niño se acercó al plato, se agachó, miró bruscamente hacia arriba y hacia atrás, como si esperara ver a un agazapado enemigo, se agachó de nuevo, y lamió ansiosamente la leche, igual que un gato. Sorbió el líquido haciendo mucho ruido. No utilizó las manos para levantar el plato.

    La señorita Fellowes dejó que asomara en su rostro parte de la repugnancia que sentía. No pudo evitarlo.
    Deveney captó el detalle, quizá.

    — ¿Lo sabe la enfermera, doctor Hoskins? — dijo.

    — ¿El qué? — preguntó la señorita Fellowes.

    Deveney dudó, pero Hoskins intervino, de nuevo con su aire de indiferente diversión en el rostro.

    — Bien, infórmela — dijo.

    Deveney se volvió hacia la señorita Fellowes.

    — Tal vez no lo sospeche, señorita, pero el azar ha querido que sea la primera mujer civilizada de la historia que cuida a un joven de Neandertal.

    La enfermera volvió la cabeza hacia Hoskins con dominada ferocidad.

    — Debió informarme, doctor.

    — ¿Por qué? ¿Qué importancia habría tenido?

    — Habló de un niño.

    — ¿No es eso un niño? ¿Alguna vez ha tenido un perrito o un gatito, señorita Fellowes? ¿Están esos animales más cerca de lo humano? Si ese niño fuera una cría de chimpancé, ¿le produciría asco? Usted es enfermera, señorita Fellowes. Su expediente afirma que estuvo en una sala de maternidad durante tres años. ¿Alguna vez se negó a cuidar a un bebé deforme?

    La señorita Fellowes pensó que estaba quedándose sin argumentos.

    — Podía haberme informado — dijo, con mucha menos decisión.

    — ¿Y habría rechazado el empleo? Bien, ¿lo rechaza ahora?

    Hoskins la observó fríamente, mientras Deveney miraba al otro lado de la habitación, y el niño de Neandertal, tras acabar la leche y lamer el plato, contempló a la enfermera con su mojada cara y sus anhelantes ojazos.

    El niño señaló la leche y de repente empezó a emitir una breve serie de sonidos reiterados; sonidos guturales y complejos chasquidos de la lengua.

    — ¡Vaya, habla! — dijo la señorita Fellowes, sorprendida.

    — Naturalmente — dijo Hoskins— . El Homo neanderthalensis no es una especie totalmente distinta, sino más bien una subespecie del Homo sapiens. ¿Por qué no había de hablar? Probablemente está pidiendo más leche.

    De forma mecánica, la señorita Fellowes buscó la botella de leche, pero Hoskins la tomó por la muñeca.

    — Bien, señorita Fellowes, antes que vayamos más lejos, ¿acepta el empleo?

    La señorita Fellowes se soltó bruscamente, irritada.

    — ¿No piensa darle de comer si yo no lo hago? Me quedaré con él..., algún tiempo.
    La enfermera echó leche en el plato.

    — Vamos a dejarla con el niño, señorita Fellowes — dijo Hoskins— . Ésta es la única entrada de Estasis Número Uno, y está completamente cerrada y vigilada. Quiero que se entere de los pormenores de la cerradura, la cual, por supuesto, estará programada para aceptar sus huellas digitales, como ya lo está para las mías. En los espacios superiores — prosiguió, alzando los ojos hacia los inexistentes techos de la casa de muñecas— también hay vigilancia, y se nos informará en cuanto algo inconveniente suceda aquí.

    — ¿Pretende decir que estaré sometida a control visual? — dijo la señorita Fellowes, indignada.

    Pensó de pronto en su propio examen de las habitaciones interiores desde la galería.

    — No, no — repuso seriamente Hoskins— . Se respetará totalmente su intimidad. La vigilancia se efectuará únicamente mediante símbolos electrónicos, que sólo una computadora interpretará. Se quedará con el chico esta noche, señorita Fellowes, y todas las noches hasta nuevo aviso. Se la relevará durante el día según el horario que le parezca más conveniente. Le permitiremos arreglar ese detalle.

    La enfermera contempló la casa de muñecas con asombrada expresión.

    — Pero, ¿por qué todo esto, doctor Hoskins? ¿Es peligroso el niño?

    — Es cuestión de energía, señorita Fellowes. Al niño no se le debe permitir la salida de estas habitaciones. Nunca. Ni un instante. Por ningún motivo. Ni para salvarle la vida. Ni siquiera para salvar su propia vida, señorita Fellowes. ¿Está claro?

    La enfermera levantó la barbilla.

    — Entiendo las órdenes, doctor Hoskins, y en mi profesión estamos acostumbradas a poner el deber por delante de la seguridad personal.

    — Perfecto. Si necesita ayuda de alguien, hágalo saber.

    Y los dos hombres se fueron.

    La señorita Fellowes se volvió hacia el niño. Él estaba observándola, y todavía quedaba leche en el plato. Trabajosamente, la enfermera trató de enseñarle a levantarlo y llevárselo a los labios. El pequeño se resistió, pero se dejó tocar sin más gritos.
    Los asustados ojos del niño siempre estaban fijos en ella, vigilantes, atentos al primer movimiento en falso. La enfermera tuvo que tranquilizarle, se esforzó en mover muy despacio la mano hacia el pelo del pequeño, dejándole ver cada milímetro del recorrido, para que viera que no iba a sufrir daño.

    Y logró acariciarle el pelo un instante.

    — Tendré que enseñarte a usar el cuarto de baño — dijo— . ¿Crees que podrás aprender?

    Habló en voz baja, apaciblemente, sabiendo que él no entendería las palabras pero confiando en que respondiera al sosiego de su tono.
    El niño inició de nuevo una frase con chasquidos de su lengua.

    — ¿Me dejas tomarte la mano? — dijo la enfermera.

    Tendió la suya y el niño la miró. La señorita Fellowes dejó su mano extendida y aguardó. La mano del pequeño se deslizó hacia la suya.

    — Eso está bien — dijo ella.

    La mano se acercó a dos centímetros y entonces el valor del niño decayó. Apartó la mano bruscamente.

    — Bien — dijo tranquilamente la señorita Fellowes— , lo intentaremos más tarde. ¿Te gustaría sentarte aquí?

    Dio unas palmadas al colchón de la cama.

    Las horas transcurrieron con lentitud, y el progreso fue escaso. La enfermera no obtuvo satisfacción ni con el cuarto de baño ni con la cama. De hecho, a pesar de dar inconfundibles

    muestras de somnolencia, el pequeño se echó al suelo y a continuación, con un rápido movimiento, se metió debajo de la cama.

    La señorita Fellowes se agachó para mirar al niño, y los ojos de éste la observaron relucientes mientras la lengua chasqueaba.

    — Muy bien — dijo ella— , si te sientes más seguro ahí, duerme ahí.

    Cerró la puerta del dormitorio y se retiró a la cama que le habían preparado en la habitación más espaciosa. Tras insistir, habían puesto un improvisado dosel sobre la cama. La señorita Fellowes pensó: «Esos estúpidos tendrán que poner un espejo y una cómoda más grande en esta habitación, y otro cuarto de baño, si esperan que yo pase las noches aquí.»

    Le resultó difícil dormir. La señorita Fellowes se esforzó en oír posibles ruidos en la habitación contigua. El niño no podía escapar, ¿no? Las paredes eran rectas e increíblemente altas, pero..., ¿y si el pequeño trepaba como un mono? Bien, Hoskins había hablado de la existencia de dispositivos de observación que vigilaban el techo.

    De repente, la enfermera pensó: «¿Es posible que el niño sea peligroso? ¿Físicamente peligroso?»

    No, Hoskins no podía haberse referido a eso. No la habría dejado sola si...

    Trató de reírse de sí misma. Sólo era un niño de tres o cuatro años. Sin embargo, ella no había conseguido cortarle las uñas. Si la atacaba con uñas y dientes mientras dormía...

    Respiró agudamente. Aquello era ridículo, pero de todas maneras...

    Prestó penosa atención, y esta vez oyó el sonido.

    El niño estaba llorando.

    No eran chillidos de miedo o de enfado; no eran gritos, no eran alaridos. El niño estaba llorando en silencio. Era el angustiado sollozo de un niño que se sentía solo, muy solo.

    Por primera vez, la señorita Fellowes pensó con zozobra: «¡Pobre criatura!»

    Naturalmente, era un niño. ¿Qué importaba la forma de su cabeza? Era un niño que se había quedado huérfano como ningún otro niño antes que él. No sólo habían desaparecido su madre y su padre, sino también toda su especie. Arrancado insensiblemente de su tiempo, era la única criatura de su especie en el mundo. La última. La única.

    La señorita Fellowes sintió que su pena crecía, y al mismo tiempo se avergonzó de su propia insensibilidad. Tras ceñirse la bata a las pantorrillas (incongruentemente, pensó: «Mañana tendré que traer un albornoz»), salió de la cama y entró en la habitación del niño.

    — Pequeño — llamó en un susurro— . Pequeño.

    Estuvo a punto de meter la mano por debajo de la cama, pero pensó en un posible mordisco y no lo hizo. Encendió la lamparilla y movió la cama.

    La pobre criatura estaba acurrucada en un rincón, con las rodillas bajo la barbilla, y miraba a la enfermera con borrosos y desconfiados ojos.

    Con la escasa iluminación, la enfermera no percibió el aspecto repulsivo del niño.

    — Pobre niño — dijo— , pobre niño. — Notó que el pequeño se ponía rígido mientras le acariciaba el pelo, y que luego se relajaba— . Pobre niño. ¿Me dejas tomarte?

    Se sentó en el suelo cerca del niño y, poco a poco, rítmicamente, le acarició el cabello, la mejilla, el brazo. En voz baja, la señorita Fellowes comenzó a entonar una canción lenta y suave.

    El niño levantó la cabeza al oírla y contempló su boca en la penumbra, como si el sonido le maravillara.

    La enfermera fue aproximándose mientras el niño la escuchaba. Poco a poco acercó hacia sí la cabeza del pequeño, hasta que ésta quedó apoyada en su hombro. Le pasó un brazo por debajo de los muslos y lo alzó hasta su regazo con un movimiento pausado y suave.

    La señorita Fellowes siguió cantando, el mismo verso sencillo una y otra vez, mientras mecía al pequeño.

    El niño dejó de llorar y al cabo de un rato el rítmico zumbido de su respiración indicó que se había dormido.

    Con infinito cuidado, la enfermera empujó la cama hacia la pared y puso encima al niño. Lo tapó y lo miró. Su cara era tan pacífica y tan de niño pequeño mientras dormía... Ciertamente, no tenía tanta importancia que fuera muy feo.

    La señorita Fellowes empezó a alejarse de puntillas, pero después pensó: «¿Y si se despierta?»

    Retrocedió, luchó indecisa consigo misma, suspiró y, lentamente, se metió en la cama con el pequeño.

    La cama era demasiado pequeña para ella. Se sentía entorpecida e incómoda sin el dosel, pero la mano del niño se deslizó hacia la suya y, sin saber cómo, la enfermera se durmió en esa postura.

    Despertó sobresaltada y con el alocado impulso de chillar, que logró ahogar en un gorjeo. El niño estaba mirándola, con los ojos muy abiertos. La enfermera tardó un largo momento en recordar que se había acostado con él; después, poco a poco, sin apartar la mirada de aquellos ojos, sacó una pierna, tocó el suelo, y luego sacó la otra.

    Lanzó una rápida y recelosa mirada hacia el abierto techo, y tensó los músculos dispuesta a ponerse en pie.

    Pero en ese momento los rechonchos dedos del niño se movieron y tocaron los labios de la enfermera. El pequeño dijo algo.

    La señorita Fellowes retrocedió con el contacto. El niño era terriblemente feo a la luz del día.

    El niño habló otra vez. Abrió la boca e hizo un gesto con la mano, como si algo brotara de sus labios.

    La señorita Fellowes supuso el significado del gesto y dijo trémulamente:
    — ¿Quieres que cante?

    El niño no dijo nada, sólo miró fijamente la boca de la mujer.

    Con voz ligeramente desafinada a causa de la tensión, la señorita Fellowes inició la misma cancioncilla de la noche anterior y el niño feo sonrió. Su cuerpo se bamboleó torpe, burdamente, siguiendo el ritmo de la música, y de su boca brotó un gorgoteo que quizá fuera un asomo de risa.

    La señorita Fellowes suspiró mentalmente. La música posee encantos que calman al corazón salvaje. Quizá fuera una ayuda...

    — Aguarda — dijo la enfermera— . Déjame que me arregle. Sólo será un momento. Luego te prepararé el desayuno.

    Actuó con rapidez, siempre consciente de la falta de techo. El niño siguió en la cama, contemplando a la mujer cuando estaba a la vista. Ella le sonreía en esas ocasiones, y agitaba su mano. Finalmente, el niño agitó también su mano, y a la señorita Fellowes le encantó el detalle.

    — ¿Te apetecerían gachas de avena con leche? — dijo ella por fin.

    Tardó sólo unos instantes en preparar el desayuno, y luego llamó por señas al niño. Bien porque entendió el gesto, o bien porque siguió el aroma (la señorita Fellowes no podía saberlo), el pequeño salió de la cama.

    Trató de enseñarle a usar la cuchara, pero el niño se apartó del utensilio, asustado. («Hay tiempo de sobra», pensó ella.) Insistió en que él levantara el tazón con las manos. El niño lo hizo con bastante torpeza e increíble chapucería, pero buena parte del desayuno llegó a su estómago.

    La señorita Fellowes intentó darle la leche en un vaso en esta ocasión, y el pequeño gimió al descubrir que la pequeñez del agujero le impedía meter la cara de modo conveniente. La enfermera le tomó la mano y se la puso en torno al vaso, le obligó a inclinarlo un poco y le empujó los labios hacia el borde.

    De nuevo un desastre, pero el niño aprovechó casi todo el líquido, y la señorita Fellowes ya estaba acostumbrada a los desastres.
    Para sorpresa y alivio de la enfermera, el cuarto de baño fue un problema menos frustrante. El niño entendió lo que se esperaba de él.

    — Buen chico. Chico listo — dijo ella, y reparó en que estaba dándole palmaditas en la cabeza.

    Y con sumo placer por parte de la señorita Fellowes, el niño sonrió.

    Ella pensó: «Cuando sonríe, es un niño bastante soportable.»

    Ese mismo día, más tarde, llegaron los caballeros de la prensa.

    La enfermera tomó en brazos al niño y éste se aferró a ella alocadamente mientras al otro lado de la abierta puerta las cámaras comenzaban a funcionar. La conmoción asustó al niño, que se puso a llorar, pero pasaron diez minutos antes que la señorita Fellowes tuviera autorización para retirarse y llevar al pequeño a la habitación contigua.

    Después salió otra vez, ruborizada de indignación, cruzó la entrada de la casa de muñecas y cerró la puerta.

    — Creo que ya han tenido suficiente. Me costará un rato calmar al niño. Váyanse.

    — Claro, claro — dijo el caballero del Times-Herald— . Pero, ¿realmente hemos visto a un Neandertal, o se trata de una tomadura de pelo?

    — Les aseguro que no se trata de una tomadura de pelo — sonó de pronto la voz de Hoskins desde atrás— . El niño es auténtico. Homo neanderthalensis.

    — ¿Es chico o chica?

    — Chico — dijo lacónicamente la señorita Fellowes.

    — El niño-mono — dijo el periodista del News— . Eso tenemos aquí. Un niño-mono. ¿Cómo actúa, enfermera?

    — Actúa exactamente igual que un niño de corta edad — espetó la señorita Fellowes, irritada por tener que estar a la defensiva— . Y no es un niño-mono. Se llama... Timothy, Timmie..., y su conducta es perfectamente normal.

    Había escogido el nombre, Timothy, a la buena ventura. Era el primero que se le había ocurrido.

    — Timmie, el niño-mono — dijo el periodista del News.

    Y con ese nombre, Timmie, el niño-mono, conoció el mundo al niño feo.

    El periodista del Globe se volvió hacia Hoskins.

    — Doctor, ¿qué piensa hacer con el niño-mono?

    El aludido se alzó de hombros.

    — Mi plan original se completó cuando demostré que era posible traerlo aquí. Sin embargo, los antropólogos estarán muy interesados, supongo, y los fisiólogos. No en balde tenemos aquí una criatura que está al borde del ser humano. Con él, podemos aprender mucho de nosotros mismos y de nuestros antepasados.

    — ¿Cuánto tiempo piensa quedárselo?

    — Hasta que llegue el momento en que necesitemos el espacio más que a él. Bastante tiempo, tal vez.

    El periodista del News intervino de nuevo.

    — ¿Podrá sacarlo al aire libre, para que podamos preparar equipo sub-etérico y montar todo un programa?

    — Lo siento, pero el niño no puede salir de Estasis.

    — ¿Qué es exactamente Estasis?

    — Ah. — Hoskins cedió a una de sus breves sonrisas— . Eso precisaría una larga explicación, caballeros. En Estasis el tiempo tal como lo conocemos no existe. Estas habitaciones son en su interior una burbuja invisible que no forma exactamente parte de nuestro universo. Por eso pudimos arrancar del tiempo al niño.

    — Alto, un momento — dijo el periodista del News, descontento— . ¿Pretende engañarnos? La enfermera puede entrar y salir de la habitación.

    — Y lo mismo puede hacer cualquiera de ustedes — dijo Hoskins como si tal cosa— . Se desplazarían paralelamente a las líneas de la fuerza temporal y no habría grandes ganancias o pérdidas de energía. El niño, sin embargo, fue tomado en el remoto pasado. Cruzó las líneas y adquirió potencial temporal. Desplazarlo al universo y a nuestro tiempo absorbería la energía suficiente para quemar todas las líneas del lugar y, seguramente, para eliminar toda la energía de la ciudad de Washington. Hemos tenido que guardar en el local los residuos que el niño trajo consigo, y tendremos que eliminarlos poco a poco.

    Los periodistas estaban atareados anotando frases mientras Hoskins les hablaba. Ellos no entendían, y seguramente sus lectores tampoco, pero aquello parecía científico y eso era lo importante.

    En ese momento intervino el periodista del Times-Herald.

    — ¿Estaría disponible esta noche para una entrevista en todos los circuitos?

    — Creo que sí — dijo al instante Hoskins, y todos los periodistas se marcharon.

    La señorita Fellowes los observó mientras salían. En cuanto a Estasis y fuerzas temporales, entendía tan poco como ellos, pero ella sabía algo. El encarcelamiento de Timmie (de pronto se dio cuenta que usaba ese nombre para pensar en el niño feo) era real, y no venía impuesto por el arbitrario mandato de Hoskins. Al parecer, sería imposible sacarlo de Estasis, nunca.
    Pobre criatura. Pobre criatura.

    Súbitamente, oyó que el niño lloraba y se apresuró a entrar para consolarlo.

    La señorita Fellowes no tuvo oportunidad de ver a Hoskins en la red de circuitos, y aunque la entrevista fue transmitida a todas las partes del mundo e incluso a la estación lunar, las ondas no penetraron en el lugar donde vivían la enfermera y el niño feo.
    Pero el doctor volvió a la mañana siguiente, radiante y alegre.

    — ¿Fue bien la entrevista? — preguntó la señorita Fellowes.

    — Sumamente bien. ¿Cómo está... Timmie?

    La enfermera sintió que le complacía el uso de ese nombre.

    — Se defiende bastante bien. Ven aquí, Timmie, este agradable caballero no te hará daño.

    Pero Timmie permaneció en la otra habitación. Un mechón de su enmarañado cabello asomó detrás de la barrera de la puerta, y sólo en un par de ocasiones se vio el rabillo de uno de sus ojos.

    — En realidad — dijo la señorita Fellowes— , el chico está adaptándose asombrosamente. Es muy inteligente.

    — ¿Le sorprende?

    Ella dudó un instante antes de responder.

    — Sí, me sorprende. Supongo que pensé que era un niño-mono.

    — Bueno, niño-mono o no, ha hecho mucho por nosotros. Ha hecho famoso a Estasis. Nos conocen, señorita Fellowes, nos conocen.
    Parecía que Hoskins tenía que expresar su triunfo a alguien, aunque sólo fuera a la señorita Fellowes.

    — ¿Ah, sí?

    La enfermera le dejó hablar.

    El doctor se metió las manos en los bolsillos.

    — Llevamos diez años trabajando casi sin un céntimo, arañando fondos cuando podíamos, penique a penique. Temíamos que jugamos el todo por el todo en una gran demostración. Era todo, o nada. Y cuando digo el todo por el todo, hablo en serio. La tentativa de obtener un Neandertal se llevó hasta el último centavo que pedimos prestado o robamos, y parte del dinero fue de hecho robado: fondos para otros proyectos, usados para éste sin autorización. Si este experimento hubiera fracasado, yo estaría acabado.

    — ¿Por eso no hay techos? — dijo bruscamente la señorita Fellowes.

    — ¿Eh?

    Hoskins alzó los ojos.

    — ¿No había dinero para techos? — insistió ella.

    — Ah. Bien, ésa no era la única razón. En realidad no sabíamos de antemano la edad exacta del Neandertal. Sólo podemos detectar vagamente en el tiempo, y él podía haber sido enorme y salvaje. Nos exponíamos a tener que tratarle a cierta distancia, como a un animal enjaulado.

    — Pero puesto que no ha sido así, supongo que ahora construirán el techo.

    — Ahora sí. Ahora tenemos abundante dinero. Nos han prometido subvenciones de todas las fuentes posibles. Es sencillamente maravilloso, señorita Fellowes.

    Su ancha cara se iluminó con una sonrisa duradera, y cuando el doctor se fue, hasta su espalda parecía sonreír.

    La señorita Fellowes pensó: «Un hombre muy agradable cuando baja la guardia y olvida que es un científico.»

    Durante un momento de ocio, se preguntó si estaría casado, pero luego desechó la idea, avergonzada de sí misma.

    — ¡Timmie! — gritó— . ¡Ven aquí, Timmie!

    En los meses siguientes, la señorita Fellowes sintió que iba convirtiéndose en parte integral de Estasis, Inc. Le dieron un pequeño despacho con su nombre en la puerta, una oficina bastante cercana a la casa de muñecas (ella jamás dejaba de llamar así a la burbuja de Estasis donde estaba Timmie). Le concedieron un substancioso aumento de sueldo. La casa de muñecas quedó cubierta por un techo, hubo muebles nuevos y mejores, y añadieron un segundo cuarto de baño. Pese a todo eso, la enfermera obtuvo un piso para ella sola en terrenos del instituto y, de vez en cuando, no pasaba la noche con Timmie. Instalaron un sistema de comunicación entre la casa de muñecas y el piso, y Timmie aprendió a usarlo.

    La señorita Fellowes fue acostumbrándose al niño. Incluso se percataba menos de la fealdad de Timmie. Un día vio a un niño ordinario en la calle y percibió un rasgo abultado y poco atractivo en su frente, alta y curvada, y en su prominente barbilla. Tuvo que sacudir la cabeza para romper el hechizo.

    Más agradable fue acostumbrarse a las esporádicas visitas de Hoskins. Obviamente, el doctor se alegraba de huir de su cada vez más molesto papel de director de Estasis, Inc., y manifestaba un interés sentimental por el niño causante de su fortuna. Pero a la señorita Fellowes le parecía que Hoskins también disfrutaba hablando con ella.(Además, la enfermera conocía ya algunos datos relacionados con Hoskins. Él era el inventor del método para analizar el reflejo del rayo mesónico que penetraba en el pasado; él había inventado el método para crear Estasis; su frialdad era un simple esfuerzo para ocultar un carácter apacible; y, ¡oh, sí!, estaba casado.)

    Hubo una cosa a la que la señorita Fellowes no consiguió acostumbrarse: al hecho que formaba parte de un experimento científico. En contra de sus deseos, acabó viéndose comprometida personalmente hasta el punto de pelearse con los fisiólogos.

    En cierta ocasión, Hoskins bajó y la encontró en pleno ataque de furia. Ellos no tenían derecho, no tenían derecho... Aunque el niño fuera un Neandertal, no era un animal.
    Última edición por Riugan; 29/08/2013 a las 10:52

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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

     

    La señorita Fellowes observaba la marcha de los fisiólogos con ciega rabia, mirando a la abierta puerta y atenta a los sollozos de Timmie, cuando se dio cuenta que Hoskins se hallaba de pie junto a ella. Quizá llevaba allí varios minutos.

    — ¿Puedo pasar? — dijo él.

    La enfermera asintió cortésmente y corrió hacia Timmie, que se abrazó a ella, aterrándola con sus torcidas piernecitas..., todavía delgadas, muy delgadas.

    Hoskins los observó antes de hablar.

    — No parece muy feliz — dijo gravemente.

    — No le culpo. Están encima de él todos los días con sus muestras de sangre y sus pruebas. Lo alimentan con dietas sintéticas que yo no le daría ni a un cerdo.

    — Es algo que no pueden ensayar con un hombre, ya sabe.

    — Y tampoco pueden ensayarlo con Timmie. Doctor Hoskins, insisto. Usted me dijo que la llegada de Timmie hizo famosa a Estasis, Inc. Si siente alguna gratitud por eso, mantenga a esa gente lejos de la pobre criatura, al menos hasta que tenga la edad suficiente para comprender un poco más las cosas. Después de una espantosa sesión con los científicos, el niño tiene pesadillas, no puede dormir. Se lo advierto. — La señorita Fellowes había llegado al punto culminante de su furia— . ¡No permitiré que vuelvan a entrar!

    La enfermera se dio cuenta que estaba chillando, pero no había podido evitarlo.

    — Sé que el niño es un Neandertal — prosiguió en voz más baja— , pero hay muchos detalles de esa raza que no apreciamos. He leído sobre el tema. El hombre de Neandertal tenía una cultura propia. Parte de los más importantes inventos de la Humanidad se produjeron en su época. La domesticación de animales, por ejemplo. La rueda. Técnicas para pulir la piedra. Hasta tenían anhelos espirituales. Sepultaban a los muertos y enterraban pertenencias con el cadáver, lo cual demuestra que creían en una vida después de la muerte. Equivale al hecho que inventaron la religión. ¿No significa eso que Timmie tiene derecho a un tratamiento humano?

    Dio unas suaves palmaditas en las nalgas al niño y lo hizo ir al cuarto de jugar. Al abrirse la puerta, Hoskins sonrió un instante al observar la variedad de juguetes visibles.

    — Esa pobre criatura merece tener juguetes — dijo a la defensiva la enfermera— . Es lo único que tiene, y se lo ha ganado, con todo lo que tiene que sufrir.

    — No, no. No hay objeciones, se lo aseguro. Estaba pensando en lo mucho que ha cambiado usted desde aquel primer día, cuando se enfadó bastante porque le impuse el cuidado de un Neandertal.

    — Supongo — dijo en voz baja la señorita Fellowes— , supongo que yo no...

    Y su voz se apagó.

    Hoskins cambió de tema.

    — ¿Cuál diría que es la edad del niño, señorita Fellowes?

    — No puedo asegurarlo, ya que desconocemos el desarrollo de esta raza. Por la altura, debería tener unos tres años, pero los individuos de su especie eran más bajos en general, y con todas las manipulaciones que están haciéndole, lo más probable es que no esté creciendo.

    De todas formas, por la rapidez con que aprende nuestro idioma, yo diría que tiene más de cuatro años.

    — ¿De verdad? En los informes no he leído nada al respecto.

    — El chico no habla con nadie excepto conmigo. De momento, por lo menos. Tiene un miedo terrible a cualquier otra persona, y no es de extrañar. Pero sabe pedir comida, indica prácticamente cualquier necesidad, y entiende casi todo lo que le digo. Naturalmente — añadió la enfermera, mirando astutamente a Hoskins, tratando de valorar si era la ocasión oportuna— , su desarrollo podría interrumpirse.

    — ¿Por qué?

    — Todos los niños necesitan estímulos, y éste lleva una vida de confinamiento en soledad. Yo hago lo que puedo, pero no estoy siempre con él, y no soy todo lo que él necesita. Lo que pretendo decir, doctor Hoskins, es que Timmie necesita jugar con otro niño.
    Hoskins asintió lentamente.

    — Por desgracia, sólo hay un niño como él, ¿no? — comentó— . Pobre criatura.

    La señorita Fellowes sintió instantánea simpatía por el doctor.

    — A usted le gusta Timmie, ¿no es cierto? — le dijo. Era maravilloso que otra persona sintiera lo mismo.

    — Oh, sí — repuso Hoskins, y puesto que había bajado la guardia, la enfermera vio el cansancio en sus ojos.

    La señorita Fellowes postergó al instante sus planes de insistir en el problema.

    — Parece muy agotado, doctor Hoskins — dijo con verdadera preocupación.

    — ¿En serio, señorita Fellowes? En ese caso, tendré que practicar para tener un aspecto más vital.

    — Supongo que Estasis tiene mucho trabajo, y que eso le mantiene muy atareado.

    Hoskins se alzó de hombros.

    — Supone bien. Es un problema animal, vegetal y mineral por partes iguales, señorita Fellowes. Pero..., creo que no ha visto nuestras muestras.

    — Es cierto, no las he visto... Pero no porque no me interesen. He estado tan atareada...

    — Bien, ahora mismo no está tan atareada — dijo Hoskins, con impulsiva decisión— . Vendré a buscarla mañana a las once y haremos juntos el recorrido. ¿Qué me dice?

    La enfermera sonrió, muy contenta.

    — Me encantaría.

    Hoskins asintió, sonrió también y se fue.

    La señorita Fellowes estuvo canturreando a intervalos durante el resto de la jornada. Sí, pensar eso era ridículo, claro, pero... aquello era lo más parecido a... una cita.

    Hoskins llegó muy puntual al día siguiente, risueño y simpático. La señorita Fellowes había sustituido su uniforme de enfermera por un vestido. Un vestido de corte conservador, a decir verdad, pero ella no se había sentido tan femenina desde hacía años.
    El doctor la lisonjeó con sobria formalidad al verla, y ella lo aceptó con gracia igual de formal. Un preludio realmente perfecto, pensó la enfermera. Y acto seguido tuvo otro pensamiento: preludio..., ¿de qué?

    Reprimió el pensamiento apresurándose a decir adiós a Timmie y asegurándole que volvería pronto. Se aseguró que el niño sabía en qué consistía la comida y dónde estaba.

    Hoskins la llevó a la nueva ala del edificio, que la enfermera no conocía. Aún había olor a nuevo, y los ruidos que se oían tenuemente eran indicación suficiente que el ala seguía en proceso de ampliación.

    — Animal, vegetal y mineral — dijo Hoskins, igual que el día anterior— . Animal, aquí mismo. Nuestras muestras más espectaculares.

    El espacio disponible estaba dividido en numerosas salas, distintas burbujas de Estasis. Hoskins condujo a la enfermera a la cristalera de una burbuja. La mujer vio algo que en principio le pareció un pollo con escamas y cola. Deslizándose con sus dos finas patas, el animal iba de pared a pared; tenía una delicada cabeza de pájaro, coronada por una quilla ósea igual que una cresta de gallo, que se movía sin cesar. Las garras de sus miembros delanteros se encogían y extendían constantemente.

    — Es nuestro dinosaurio — dijo Hoskins— . Hace meses que lo tenemos. No sé cuándo podremos dejarlo marchar.

    — ¿Dinosaurio? — se asombró ella.

    — ¿Esperaba ver un gigante?

    Se formaron hoyuelos en las mejillas de la señorita Fellowes.

    — Es lo que se espera, supongo — dijo— . Sé que algunos dinosaurios eran pequeños.

    — Uno pequeño es lo único que pretendíamos, se lo aseguro. Normalmente está sometido a examen, pero al parecer estamos en hora de descanso. Hemos descubierto cosas interesantes. Por ejemplo, este animal no es enteramente de sangre fría. Tiene un método imperfecto para mantener su temperatura interna más elevada que la del medio ambiente. Por desgracia, es macho. Desde que lo trajimos aquí hemos estado intentando encontrar otro que fuera hembra, pero aún no hemos tenido suerte.

    — ¿Por qué una hembra?

    Hoskins la miró burlonamente.

    — Para tener una buena probabilidad de disponer de huevos fértiles y crías de dinosaurio.

    — Ah, claro.

    El doctor la llevó a la sección de trilobites.

    — Ése es el profesor Dwayne, de la Universidad de Washington — dijo Hoskins— . Es químico nuclear. Si no recuerdo mal, está midiendo el porcentaje de isótopos en el oxígeno del agua.

    — ¿Por qué?

    — Se trata de agua primitiva, de al menos quinientos millones de años de antigüedad. La proporción de isótopos indica la temperatura del océano en aquella época. Resulta que Dwayne ignora los trilobites, pero otros científicos están fundamentalmente interesados en disecarlos. Son los más afortunados, porque sólo precisan escalpelos y microscopios. Dwayne debe instalar un espectrógrafo de masas distinto para cada experimento que realiza.

    — ¿Por qué? ¿No podría...?

    — No, no puede. No puede sacar nada de la sala si no es absolutamente imprescindible.

    También había muestras de vida vegetal primitiva y trozos de formaciones rocosas. Los mundos vegetal y mineral. Y las muestras tenían distintos investigadores. Era igual que un museo, un museo resucitado, útil como superactivo centro de investigación.

    — ¿Y tiene usted que supervisar todo esto, doctor Hoskins?

    — Sólo indirectamente, señorita Fellowes. Tengo subordinados, gracias al cielo. Mi interés personal se centra por entero en los aspectos teóricos del asunto: la naturaleza del tiempo, la técnica de detección mesónica intertemporal, etc. Cambiaría todo esto por un método para detectar objetos situados a menos de diez mil años en el tiempo. Si pudiéramos llegar a épocas históricas...

    Le interrumpió un alboroto en una de las cabinas más alejadas, una chillona voz quejumbrosamente alzada. Hoskins frunció el ceño.

    — Discúlpeme — murmuró apresuradamente.

    Y se alejó.

    La señorita Fellowes le siguió tan de prisa como pudo sin echar a correr.

    Un hombre entrado en años, rubicundo y de rala barba, estaba diciendo:

    — Tengo que completar aspectos vitales de mis investigaciones. ¿No lo comprende?

    — Doctor Hoskins — dijo un uniformado técnico que lucía en su bata de laboratorio el monograma EI (Estasis, Inc.)— , se acordó al principio con el profesor Ademewski que el espécimen sólo podría permanecer aquí dos semanas.

    — Yo no sabía entonces cuánto tiempo iban a durar mis investigaciones. No soy un profeta — repuso acalorado Ademewski.

    — Sabe, profesor, que disponemos de espacio limitado — dijo el doctor Hoskins— . Hay que mantener la rotación de los especímenes. Ese fragmento de calcopirita debe regresar. Hay personas que aguardan el siguiente espécimen.

    — En ese caso, ¿por qué no puedo quedarme con él? Déjeme sacarlo de aquí.

    — Usted sabe que no puede quedárselo.

    — ¿Un trozo de calcopirita, un miserable trozo de cinco kilos? ¿Por qué no?

    — ¡No podemos afrontar el gasto energético! — dijo bruscamente Hoskins— . Y usted lo sabe.

    — La cuestión es, doctor Hoskins — interrumpió el técnico— , que él ha intentado sacar la roca en contra de las normas, y que yo he estado a punto de perforar Estasis mientras el profesor estaba ahí dentro, sin que yo lo supiera.

    Se produjo un breve silencio, y el doctor Hoskins miró al investigador con fría formalidad.

    — ¿Es cierto eso, profesor?

    El aludido carraspeó.

    — No creí que pasara nada si...

    Hoskins alargó la mano hacia un tirador que colgaba junto a la cabina del espécimen en cuestión. Lo movió hacia abajo.

    La señorita Fellowes, que estaba mirando el interior de la cabina, observando la indistinguible muestra de roca causante de la disputa, contuvo el aliento de repente al ver desaparecer el espécimen. El interior quedó vacío.

    — Profesor — dijo Hoskins— , su autorización para investigar en Estasis queda anulada de forma permanente. Lo lamento.

    — Pero..., aguarde...

    — Lo lamento. Ha violado una norma estricta.

    — Apelaré a la Asociación Internacional...

    — Apele cuanto guste. En un caso como éste, descubrirá que nadie puede fallar en mi contra.

    Dio media vuelta sin más y dejó que el profesor siguiera protestando.

    — ¿Le gustaría comer conmigo, señorita Fellowes? — dijo a la enfermera, todavía pálido a causa del enojo.

    Hoskins la llevó a la pequeña sala administrativa de la cafetería. Saludó a otras personas y presentó a la señorita Fellowes con suma naturalidad, aunque la enfermera se sentía lamentablemente cohibida.

    «¿Qué opinarán los demás?», pensó ella, e hizo desesperados esfuerzos para adoptar un aire profesional.

    — ¿Tiene a menudo esa clase de problemas, doctor Hoskins? — le preguntó— . Me refiero al que acaba de tener con el profesor...

    Tomó el tenedor y empezó a comer.

    — No — dijo enérgicamente Hoskins— . Ha sido la primera vez. Como es lógico, siempre tengo que estar disuadiendo a la gente para que no se lleve muestras, pero ésta es la primera vez que alguien intenta hacerlo.

    — Recuerdo que una vez habló usted sobre la energía que eso consumiría.

    — Cierto. Naturalmente, tenemos prevista esa posibilidad. Ocurrirán accidentes, y por eso disponemos de fuentes energéticas especiales para soportar la pérdida que ocasionaría sacar algo de Estasis por accidente, pero eso no significa que deseemos ver cómo desaparece un año de energía en medio segundo... Y no podríamos tolerarlo sin retrasar varios años los planes de expansión... Además, imagine que el profesor estuviera en la cabina un momento antes de la perforación de Estasis.

    — ¿Qué le habría ocurrido?

    — Bien, hemos experimentado con objetos inanimados y ratones, y desaparecieron... Es de suponer que viajaron hacia atrás en el tiempo, arrastrados, por así decirlo, por el tirón del objeto que simultáneamente regresaba a su época natural. Por tal motivo, tenemos que asegurar los objetos de Estasis que no deseamos trasladar, y el procedimiento es complicado. El profesor no estaba sujeto, y habría ido al momento del Plioceno en que sustrajimos la roca..., más las dos semanas que la roca estuvo aquí, en el presente, como es lógico.

    — Qué espantoso habría sido.

    — No por el profesor, se lo aseguro. Puesto que es lo bastante necio para hacer lo que ha hecho, se lo habría merecido. Pero suponga el efecto que ello habría causado en la gente si se hubiera divulgado el hecho. Bastaría con que la gente conociera los posibles riesgos para que las subvenciones quedaran anuladas en un momento. ¡Así!

    Chasqueó los dedos y jugueteó malhumoradamente con su comida.

    — ¿No habrían podido recuperar al profesor? ¿Igual que recogieron la roca?

    — No, porque en cuanto se devuelve un objeto, se pierde la posición fijada en un principio, a menos que planeemos deliberadamente conservarla, y no había razón para hacerlo en este caso. Nunca lo hacemos. Localizar al profesor habría significado buscar de nuevo una posición concreta, y eso sería igual que echar el anzuelo en el abismo oceánico con el fin de encontrar un pez determinado... ¡Dios mío, cuando pienso en las precauciones que tomamos para evitar accidentes, ese incidente me pone furioso! Todas las unidades de Estasis disponen de dispositivo de perforación. Es imprescindible, porque todas se centran en una posición distinta y deben poder anularse independientemente. Pero la cuestión es que ningún dispositivo de perforación se acciona nunca hasta el último momento. Y entonces imposibilitamos deliberadamente la activación, sólo posible tirando de una cuerda cuidadosamente situada fuera de Estasis. El tirón es un vulgar movimiento mecánico que requiere un fuerte esfuerzo, no puede hacerse accidentalmente.

    — Pero si se desplaza algo en el tiempo — dijo la señorita Fellowes— , ¿no se altera la historia?

    Hoskins se encogió de hombros.

    — En teoría sí. En realidad, excepto en casos anormales, no. Constantemente estamos sacando objetos de Estasis. Moléculas de aire. Bacterias. Polvo. Cerca del diez por ciento del consumo de energía se emplea en compensar micro-pérdidas de esa naturaleza. Pero trasladar en el tiempo objetos de mayor tamaño ocasiona cambios que van disminuyendo de importancia. Considere esa calcopirita del Plioceno. Dada su ausencia durante dos semanas, un insecto no encontró el cobijo que de otro modo habría encontrado y murió. Eso pudo iniciar una serie de cambios, pero los matemáticos de Estasis aseguran que se trata de una serie convergente. La importancia del cambio disminuye con el tiempo, y las cosas quedan como al principio.

    — ¿Pretende decir que la realidad se cura a sí misma?

    — Por así decirlo. Sustraiga a un hombre de su época, o envíelo hacia atrás en el tiempo, y la herida será mayor. Si el individuo es ordinario, la herida sanaría pese a todo. Naturalmente, hay muchas personas que nos escriben a diario pidiendo que traigamos al presente a Abraham Lincoln, Mahoma o Lenin. Eso es imposible, por supuesto. Aunque lográramos localizarlos, el cambio de la realidad al desplazar a un moldeador de la historia sería enorme, imposible de curar. Hay métodos para calcular cuándo un cambio puede resultar excesivo, y nosotros evitamos incluso la aproximación a dicho límite.

    — En ese caso, Timmie... — dijo la señorita Fellowes.

    — No, él no representa problema en ese sentido. La realidad está a salvo. Aunque... — Miró rápida, bruscamente a la enfermera y acto seguido añadió— : Pero no importa. Ayer dijo usted que Timmie necesitaba compañía.

    — Sí. — La señorita Fellowes expresó su placer con una sonrisa— . No creí que usted prestaría atención a ese problema.

    — Claro que sí. Estoy encariñado con el niño. Aprecio sus sentimientos hacia él, y estaba lo suficientemente preocupado para ofrecerle explicaciones. Ya lo he hecho. Ha visto lo que hacemos. Tiene cierta comprensión de las dificultades, y en consecuencia sabe por qué no podemos, ni con la mejor voluntad del mundo, ofrecer compañía a Timmie.

    — ¿No pueden? — dijo la señorita Fellowes, con repentina angustia.

    — Acabo de explicárselo. Es imposible esperar localizar otro Neandertal de su edad sin increíble suerte, y aunque fuera posible no sería sensato multiplicar los riesgos trayendo otro ser humano a Estasis.

    La enfermera dejó la cuchara en el plato.

    — Pero, doctor Hoskins — dijo con energía— , no me refería exactamente a eso. No deseo que traiga a otro Neandertal al presente. Sé que eso es imposible. Pero no es imposible traer a otro niño para que juegue con Timmie.

    Hoskins la miró fijamente, alarmado.

    — ¿Un niño humano?

    — «Otro» niño — dijo la señorita Fellowes, totalmente hostil— . Timmie es humano.

    — Ni en sueños podría imaginar tal cosa.

    — ¿Por qué no? ¿Por qué no podría? ¿Qué tiene de malo la idea? Usted arrancó a ese niño del tiempo y lo convirtió en eterno prisionero. ¿No le debe nada? Doctor Hoskins, si existe en este mundo algún hombre que pueda ser padre del niño en todos los aspectos salvo en el biológico, ese hombre es usted. ¿Por qué no puede hacerle ese pequeño favor?

    — ¿Su padre? — dijo Hoskins. Se levantó con cierta vacilación— . Señorita Fellowes, creo que debe regresar ahora, si no le importa.
    Volvieron a la casa de muñecas en un completo silencio, que ninguno de los dos rompió.

    Pasó mucho tiempo antes que la enfermera viera de nuevo a Hoskins, aparte de fugaces apariciones del doctor. El hecho apenaba a veces a la señorita Fellowes; pero en otras ocasiones, cuando Timmie mostraba más melancolía que la habitual o pasaba las horas silencioso ante la ventana con su perspectiva de poco más que nada, la enfermera pensaba furiosamente: «¡Hombre estúpido!»

    Timmie iba hablando cada vez mejor y con más precisión, sin llegar a perder el blando balbuceo que la señorita Fellowes consideraba bastante cautivador. En momentos de excitación, el niño recurría de nuevo a los chasquidos de su lengua, pero tales momentos eran cada vez más escasos. Debía estar olvidando los días anteriores a su llegada al presente..., excepto en sueños.

    Con el paso del tiempo, los fisiólogos perdieron interés y los psicólogos se sintieron más interesados. La señorita Fellowes no estaba segura respecto a qué grupo le gustaba menos, el primero o el segundo. Desaparecieron las agujas, acabaron las inyecciones, las extracciones de fluido, las dietas especiales... Pero obligaron a Timmie a superar barreras para llegar a la comida y al agua. Tuvo que levantar paneles, apartar barras, agarrar cuerdas. Y las moderadas descargas eléctricas le hacían llorar y volvían loca a la señorita Fellowes.

    Ella no deseaba apelar a Hoskins, no quería recurrir a él, porque siempre que pensaba en el doctor veía su cara en la mesa de la cafetería aquella última vez. Los ojos de la enfermera se humedecían y su mente decía: «¡Estúpido, estúpido!»

    Y un día la voz de Hoskins sonó de forma inesperada en la casa de muñecas.

    — Señorita Fellowes...

    La enfermera salió con aire de frialdad, se alisó el uniforme y se detuvo, confusa al encontrarse en presencia de una mujer pálida, delgada y de mediana estatura. Su cabello rubio y su tez conferían aspecto de fragilidad a la desconocida. De pie, detrás de ella, agarrado a su falda, había un niño de cuatro años, de redondeada cara y llamativos ojos.

    — Querida — dijo Hoskins— , ésta es la señorita Fellowes, la enfermera que cuida del niño. Señorita Fellowes, le presento a mi esposa.
    (¿Su esposa? No era como la había imaginado la señorita Fellowes. Aunque..., ¿por qué no? Un hombre como Hoskins tenía que elegir a una débil criatura como contraste. Si eso era lo que quería...)

    La señorita Fellowes pronunció un forzado y prosaico saludo.

    — Buenas tardes, señora Hoskins. ¿Es este su..., su pequeño?

    (Aquello era una sorpresa. La enfermera había imaginado a Hoskins como marido, pero no como padre, salvo, por supuesto... De pronto, vio la grave mirada del doctor y se ruborizó.)

    — Sí, éste es mi hijo, Jerry — dijo Hoskins— . Di «hola» a la señorita Fellowes, Jerry.

    (¿No había acentuado un poco la palabra «éste»? ¿Estaba diciendo que su hijo era «éste» y no...?)

    Jerry se acurrucó más en los pliegues de la maternal falda y murmuró un «hola». La mirada de la señora Hoskins pasó sobre los hombros de la enfermera, y recorrió la habitación en busca de algo.

    — Bien, entremos — dijo Hoskins— . Vamos, querida. Al entrar hay una ligerísima molestia, pero pasajera.

    — ¿Quiere que entre también Jerry? — preguntó la señorita Fellowes.

    — Naturalmente. Será el compañero de juegos de Timmie. Usted dijo que Timmie necesitaba un compañero. ¿O lo ha olvidado?

    — Pero... — La enfermera le miró con colosal, sorprendida extrañeza— . ¿Su hijo?

    — Bien, ¿y el de quién, si no? — repuso quisquillosamente Hoskins— . ¿No era eso lo que deseaba? Entremos, querida. Entremos.

    La señora Hoskins tomó a Jerry en brazos con obvio esfuerzo y, vacilante, cruzó el umbral. Jerry se retorció al entrar; no le gustaba la sensación.

    — ¿Está aquí la criatura? — preguntó la señora Hoskins, con débil voz— . No la veo.

    — ¡Timmie! — gritó la señorita Fellowes— . ¡Sal!

    Timmie asomó la cabeza por el borde de la puerta y contempló al pequeño que le visitaba. Los músculos de los brazos de la señora Hoskins se tensaron visiblemente.

    — Gerald — dijo a su esposo— , ¿estás seguro que no es peligroso?

    — Si se refiere a Timmie — dijo al instante la enfermera— , naturalmente que no. Es un pequeño apacible.

    — Pero es un sal... salvaje.

    (¡Los artículos sobre el niño-mono de los periódicos!)

    — No es un salvaje — respondió categóricamente la señorita Fellowes— . Es tan tranquilo y razonable como cualquier niño de cinco años y medio. Muy generoso por su parte, señora Hoskins, aceptar que su hijo juegue con Timmie, pero no debe tener miedo.

    — No estoy segura de aceptar — dijo la señora Hoskins, con moderado ardor.

    — Ya lo decidimos afuera, querida — dijo Hoskins— . No planteemos más discusiones. Deja a Jerry en el suelo.

    La señora Hoskins obedeció, y el niño se apretó a ella, mirando fijamente el par de ojos que le miraban de igual forma en la otra habitación.

    — Ven aquí, Timmie — dijo la señorita Fellowes— . No tengas miedo.

    Lentamente, Timmie se acercó. Hoskins se agachó para soltar los dedos de Jerry de la falda de su madre.

    — Apártate un poco, querida. Que los niños tengan una oportunidad.

    Los jovencitos se contemplaron. Aunque era el más joven, Jerry era empero un par de centímetros más alto, y los rasgos grotescos de Timmie, ante el recto cuerpo y la cabeza erguida y bien proporcionada del otro niño, quedaron de pronto casi tan acentuados como en los primeros días.

    Los labios de la señorita Fellowes temblaron.

    El pequeño Neandertal fue el primero que habló, con un atiplado tono infantil.

    — ¿Cómo te llamas?

    Y Timmie echó la cabeza hacia delante, como si quisiera examinar más atentamente las facciones del otro niño.

    Sobresaltado, Jerry respondió con un vigoroso empujón que hizo tambalearse a Timmie. Los dos se pusieron a llorar ruidosamente y la señora Hoskins se apresuró a tomar a su hijo, mientras la señorita Fellowes, con la cara encendida a causa de su reprimido enfado, hizo lo mismo con Timmie y lo consoló.

    — El instinto de ambos es de aversión — dijo la señora Hoskins.

    — No más aversión que la de dos niños que no simpatizan — dijo cansadamente su esposo— . Ahora deja a Jerry en el suelo y que se acostumbre a la situación. En realidad sería mejor que nos fuéramos. La señorita Fellowes llevará a Jerry a mi despacho dentro de un rato y yo lo mandaré a casa con alguien.

    Los dos niños pasaron la hora siguiente muy conscientes el uno del otro. Jerry llamó llorando a su madre, pegó a la señorita Fellowes y, por fin, se dejó consolar con un caramelo. Timmie chupó otro y, al cabo de una hora, la enfermera consiguió que los dos niños jugaran con la misma construcción, aunque en lados opuestos de la habitación.

    La señorita Fellowes se sentía agradecida, casi al borde de las lágrimas, cuando llevó a Jerry con su padre.

    Pensó formas de dar las gracias a Hoskins, pero la misma formalidad del doctor suponía un rechazo. Quizás él no la perdonaba por haberle hecho sentir como un padre cruel. Quizás el hecho de haber traído a su hijo era una simple tentativa de demostrar que era un buen padre con Timmie y, al mismo tiempo, que no era su padre. ¡Las dos cosas al mismo tiempo! Y de este modo, lo único que pudo decir la enfermera fue:

    — Gracias. Muchas gracias.

    Y lo único que pudo responder él fue:

    — No tiene importancia. No hay de qué.

    Aquello se convirtió en una rutina establecida. Dos veces por semana, Jerry acudía a jugar una hora, que con el tiempo fueron dos. Los niños aprendieron los nombres y hábitos respectivos, y jugaron juntos.

    Y pese a todo, tras la primera oleada de gratitud, la señorita Fellowes acabó comprendiendo que Jerry no le gustaba. Era más alto, más pesado, y dominaba en todo, forzaba a Timmie a desempeñar un papel totalmente secundario. Lo único que hacía resignarse a la enfermera era el hecho que Timmie, pese a sus dificultades, aguardaba ansiosamente, cada vez con más deleite, las periódicas apariciones de su compañero de juegos.

    Era lo único que tenía el pequeño, pensaba pesarosa la señorita Fellowes.

    Y en cierta ocasión, mientras contemplaba a los niños, la enfermera pensó: «Los dos hijos de Hoskins, uno de su esposa y otro de Estasis.»

    Mientras que ella...

    «¡Cielos! — pensó mientras se llevaba los puños a las sienes, avergonzada— . ¡Estoy celosa!»

    — Señorita Fellowes — dijo Timmie (con sumo tacto, la enfermera no le permitía que la llamara de otra forma)— , ¿cuándo iré a la escuela?
    Miró los ansiosos ojos castaños alzados hacia ella y pasó suavemente la mano por los tupidos rizos del niño. Era la parte más desaliñada del aspecto físico del pequeño, porque la misma enfermera tenía que cortarle el pelo mientras Timmie se removía inquieto bajo las tijeras. La señorita Fellowes no deseaba ayuda profesional, puesto que la torpeza del corte servía para ocultar la hundida parte delantera y la sobresaliente parte trasera del cráneo.

    — ¿Cuándo has oído hablar de la escuela? — preguntó la enfermera.

    — Jerry va a la escuela. Guar-de-ría — lo dijo muy despacio— . Jerry va a muchos sitios. Afuera. ¿Cuándo podré ir afuera, señorita Fellowes?

    Un suave dolor se alojó en el corazón de la enfermera. Lógicamente, y ella lo sabía, era imposible evitar que Timmie fuera enterándose de más y más cosas del mundo exterior, que él jamás pisaría.

    — ¡Caramba! — dijo ella, intentando reflejar alborozo— . ¿Y qué harías en la guardería, Timmie?

    — Jerry dice que juegan, tienen películas. Dice que hay muchísimos niños. Dice..., dice... —Un pensamiento, un triunfante alzamiento de ambas manitas con los dedos separados— . Dice que todos éstos.

    — ¿Te gustaría ver películas? — dijo la señorita Fellowes— . Yo puedo conseguirlas. Muy bonitas. Y también música.
    De este modo, Timmie se sintió temporalmente consolado.

    El niño devoraba películas en ausencia de Jerry, y la señorita Fellowes le leía libros sencillos de vez en cuando.
    Había tanto que explicar incluso en el relato más simple, tantos detalles fuera de la perspectiva de las tres habitaciones... Timmie empezó a tener más sueños en cuanto empezó a conocer el mundo exterior.

    Los sueños siempre eran iguales, relacionados con el exterior. El vacilante Timmie se esforzaba en describirlos a la señorita Fellowes. En sueños, estaba afuera, en un «afuera» vacío pero muy grande, con niños y raros e indescriptibles objetos mal digeridos por su pensamiento, resultado de novelescas descripciones no muy bien comprendidas, o de distantes recuerdos del Neandertal medio recordados.

    Pero los niños y los objetos se desentendían de él, y aunque él estaba en el mundo, jamás formaba parte del mismo; se encontraba solo, igual que si estuviera en su habitación... Y despertaba llorando.

    La señorita Fellowes trataba de restar importancia a los sueños, pero algunas noches, en su piso, también ella lloraba.
    Un día, mientras la enfermera leía, Timmie puso su mano bajo la barbilla de la mujer y la alzó suavemente, de tal modo que los ojos de la señorita Fellowes abandonaron el libro y se encontraron con los del niño.

    — ¿Cómo sabes lo que debes decir, señorita Fellowes?

    — ¿Ves estas marcas? Ellas me indican lo que debo decir. Estas marcas forman palabras.

    El niño las miró mucho tiempo, con curiosidad, tras tomarle el libro de las manos.

    — Algunas son iguales.

    La enfermera se echó a reír, complacida con aquella muestra de sagacidad.

    — Es cierto. ¿Te gustaría que te enseñara a distinguir las marcas?

    — Sí. Sería un juego bonito.

    La señorita Fellowes no había imaginado que el niño podía aprender a leer. Hasta el mismo momento en que Timmie le leyó un libro, no imaginó que él podía aprender a leer.

    Luego, semanas más tarde, la enormidad de lo que había hecho la dejó atónita. Timmie, sentado en su regazo, siguiendo palabra por palabra el texto de un libro infantil, leyendo para ella... ¡Él le leía a ella!

    Se puso trabajosamente en pie, asombrada.

    — Bien, Timmie, volveré más tarde. Quiero ver al doctor Hoskins.

    Excitada, casi frenética, la enfermera creyó tener una respuesta a la infelicidad de Timmie. Si el niño no podía salir y entrar en el mundo, el mundo vendría a las tres habitaciones del niño. El mundo entero en forma de libros, películas y sonido. Había que educarlo hasta el límite de su capacidad. Era lo mínimo que le debía el mundo.

    Encontró a Hoskins con un humor curiosamente análogo al de ella: triunfo y gloria, algo así. Las oficinas estaban anormalmente activas, y por un momento la señorita Fellowes pensó que no podría ver al director, mientras permanecía cohibida en el vestíbulo.
    Pero él la vio, y una sonrisa se extendió por su ancho rostro.

    — Señorita Fellowes, entre.

    Habló con rapidez por el intercomunicador y después lo desconectó.

    — ¿Se ha enterado?... No, claro, es imposible. Lo hemos conseguido. Sí, lo hemos conseguido. Podemos efectuar detección intertemporal de corto alcance.

    — ¿Pretende decir — repuso la señorita Fellowes, esforzándose en separar su pensamiento de las buenas noticias de las que era portadora— que puede traer al presente a una persona de épocas históricas?

    — Eso precisamente. Ahora mismo tenemos determinada la posición de un individuo del siglo catorce. Imagínese. ¡Imagínese! Si supiera cuánto me alegra huir de la eterna concentración en el Mesozoico, sustituir a los paleontólogos por historiadores... Pero usted desea decirme algo, ¿no? Bien, adelante, adelante. Me encuentra de buen humor. Cualquier cosa que quiera la tendrá.

    La señorita Fellowes sonrió.

    — Me alegro. Porque estoy preguntándome si no podríamos preparar un sistema de enseñanza para Timmie.

    — ¿Enseñanza? ¿De qué tipo?

    — Bien, general. Una escuela. Para que él aprenda...

    — Pero, ¿puede aprender?

    — Ciertamente, ya está aprendiendo. Sabe leer. Le he enseñado yo misma.

    Hoskins permaneció inmóvil, al parecer repentinamente deprimido.

    — No lo sé, señorita Fellowes.

    — Acaba de decir que cualquier cosa que yo quisiera...

    — Lo sé, y no he debido decirlo. Mire, señorita Fellowes, seguramente comprenderá usted que no podemos mantener para siempre el experimento de Timmie...

    Ella le miró con repentino horror, sin comprender realmente lo que el doctor había dicho. ¿Qué significaba «no podemos mantener»? En una dolorosa oleada de recuerdos, la enfermera recordó al profesor Ademewski y el espécimen mineral devuelto al cabo de dos semanas.

    — Pero estamos hablando de un niño, no de una roca...

    — Ni siquiera un niño merece más importancia de la debida, señorita Fellowes — repuso muy nervioso Hoskins— . Ahora que esperamos individuos de épocas históricas, necesitamos espacio en Estasis, todo el espacio disponible.

    La enfermera no lo entendió.

    — Pero es imposible. Timmie... Timmie...

    — Bien, señorita Fellowes, por favor, no se altere. Timmie no se irá ahora mismo, quizá pasen meses. Mientras tanto, haremos todo cuanto podamos.

    Ella aún estaba mirándole fijamente.

    — Permítame pedir algo para usted, señorita Fellowes.

    — No — musitó ella— . No necesito nada.

    Se levantó en medio de una especie de pesadilla y se fue. «Timmie — pensó la señorita Fellowes— , no morirás. ¡No morirás!»
    Estaba muy bien aferrarse tensamente a la idea que Timmie no moriría, pero, ¿cómo conseguirlo? Durante las primeras semanas, la señorita Fellowes se aferró a la esperanza que la tentativa de traer a un hombre del siglo catorce fracasara por completo. Las teorías de Hoskins podían ser erróneas, o su práctica podía resultar defectuosa. De ese modo, las cosas seguirían como hasta entonces.

    Ciertamente, no era esa la esperanza del resto del mundo, y por dicha razón la señorita Fellowes odiaba al mundo. El «Proyecto Edad Media» alcanzó un clímax de ardiente publicidad. Prensa y público anhelaban algo así. Estasis, Inc., carecía del impacto necesario desde hacía tiempo. Otra roca u otro pez antiguo no excitaban a la gente. Pero aquello sí.

    Un ser humano histórico, un adulto que hablara un idioma conocido, alguien que abriera una nueva página de la historia a los eruditos.
    La hora cero se acercaba, y en esta ocasión no habría tres espectadores en la galería. Esta vez habría una audiencia mundial. Esta vez los técnicos de Estasis, Inc., desempeñarían su papel ante prácticamente la Humanidad entera.

    La señorita Fellowes estaba simplemente enloquecida con la espera. Cuando llegó Jerry Hoskins para el programado período de juego con Timmie, la enfermera apenas le reconoció. Ella no estaba esperándole a él.

    (La secretaría que trajo al niño se fue apresuradamente tras un formalísimo saludo a la señorita Fellowes. Corrió a buscar un buen sitio para observar el clímax del Proyecto Edad Media... Y lo mismo habría hecho la señorita Fellowes, pensó ella con amargura, si aquella estúpida chica hubiera llegado.)

    Jerry Hoskins se acercó poco a poco a la enfermera, avergonzado.

    — ¿Señorita Fellowes?

    Jerry sacó del bolsillo la reproducción de una nota periodística.

    — ¿Sí? ¿Qué pasa, Jerry?

    — ¿Es de Timmie esta foto?

    La señorita Fellowes miró fijamente al niño y luego le quitó el papel de la mano. La excitación del Proyecto Edad Media había provocado el pálido resurgimiento del interés hacia Timmie por parte de la prensa.

    Jerry miró atentamente a la enfermera antes de hablar.

    — Dice que Timmie es un niño-mono. ¿Qué significa eso?

    La señorita Fellowes tomó al jovencito por la muñeca y contuvo sus deseos de zarandearlo.

    — Entra y juega con Timmie. Él quiere enseñarte un nuevo libro.

    Y entonces, por fin, llegó la chica. La señorita Fellowes no la conocía. Ninguna de las sustituías a que había recurrido cuando el trabajo la obligaba a estar en otra parte se halla disponible en ese momento, no con el Proyecto Edad Media en su punto culminante, pero la secretaria de Hoskins había prometido que vendría alguien y aquella debía ser la chica.

    La señorita Fellowes se esforzó para que su voz no sonara quejumbrosa.

    — ¿Eres la designada para la Sección Uno de Estasis?

    — Sí, soy Mandy Terris. Usted es la señorita Fellowes, ¿verdad?

    — Exacto.

    — Lamento llegar tarde. Hay tanta excitación...

    — Lo sé. Ahora quiero que...

    — Usted lo verá, supongo.

    Su delgada cara, vagamente bonita, se llenó de envidia.

    — No te preocupes por eso. Quiero que entres y conozcas a Timmie y a Jerry. Estarán jugando dos horas, así que no te causarán problemas. Tienen leche a mano y muchos juguetes. De hecho, sería preferible que los dejaras solos mientras sea posible. Ahora te enseñaré dónde están las cosas y...

    — ¿Timmie es el niño-mo...?

    — Timmie está sometido a experimentación en Estasis — dijo con firmeza la señorita Fellowes.

    — Quiero decir que él... es el que se supone que debe irse, ¿no?

    — Sí. Bueno, entra. No hay mucho tiempo.

    Y cuando la enfermera consiguió irse por fin, Mandy Terris le dijo:

    — Espero que consiga un buen sitio y, ¡Dios mío!, que la prueba sea un éxito.

    La señorita Fellowes no confiaba en sí misma para dar una respuesta razonable. Se apresuró a salir sin mirar atrás.

    Pero el retraso significó que no consiguió un buen sitio. No pasó de la pantalla mural de la sala de reuniones. Lo lamentó amargamente. Si hubiera estado allí mismo, si hubiera tenido acceso a alguna parte sensible de los instrumentos, si hubiera podido hacer fracasar el experimento...

    Hizo acopio de fuerzas para sofocar su locura. La simple destrucción no habría servido de nada. Los técnicos lo habrían reconstruido y reparado todo y reanudado el esfuerzo. Y a ella no le habrían permitido volver con Timmie.

    Todo era inútil. Todo, salvo que el experimento fallara, que fracasara irreparablemente.

    La enfermera se mantuvo a la espera durante la cuenta regresiva, observó los movimientos en la pantalla gigante, escudriñó los rostros de los técnicos mientras la cámara pasaba de uno a otro, aguardó el gesto de preocupación e incertidumbre indicando que algo iba inesperadamente mal, observó, observó...

    No hubo tal gesto. La cuenta llegó a cero y el experimento, en silencio, discretamente, fue un éxito.

    En la nueva Estasis instalada allí apareció un barbudo campesino de hombros caídos, edad indeterminada, vestido con prendas raídas y sucias y zuecos, que contemplaba con reprimido terror el brusco y violento cambio que se había precipitado sobre él.

    Y mientras el mundo se volvía loco de alegría, la señorita Fellowes quedó paralizada por la pena. La empujaron, le dieron codazos, prácticamente la pisotearon. Estaba rodeada de triunfo y doblegada por el fracaso.

    Así, cuando el altavoz pronunció su nombre con estridente fuerza, la señorita Fellowes no respondió hasta el tercer aviso.

    — Señorita Fellowes, señorita Fellowes. Preséntese inmediatamente en la Sección Uno de Estasis. Señorita Fellowes, señorita Fello...

    — ¡Déjenme pasar! — gritó, sofocada, mientras el altavoz repetía sin pausa el aviso.

    Se abrió paso entre el gentío con alocada energía, dando golpes y puñetazos, revolviéndose, avanzando hacia la puerta con una lentitud de pesadilla.

    Mandy Terris estaba llorando.

    — No sé cómo ha sucedido. Salí al borde del pasillo para ver una minipantalla que habían puesto allí. Sólo un momento. Y antes que pudiera moverme o hacer algo... — Y añadió, con repentino tono de acusación— : ¡Usted dijo que no me causarían problemas, dijo que los dejara solos!

    La señorita Fellowes, desgreñada y sin poder dominar sus temblores, la miró furiosa.

    — ¿Dónde está Timmie?

    Una enfermera estaba limpiando con desinfectante el brazo del gimoteante Jerry, y otra preparaba una inyección antitetánica. Había sangre en la ropa de Jerry.

    — Me ha mordido, señorita Fellowes — gritó Jerry, rabioso— . Me ha mordido.

    Pero la señorita Fellowes ni siquiera lo veía.

    — ¿Qué has hecho con Timmie? — gritó.

    — Lo he encerrado en el cuarto de baño — dijo Mandy— . He metido a ese pequeño monstruo allí y lo he encerrado con llave.
    La enfermera corrió hacia la casa de muñecas. Manoseó torpemente la puerta del cuarto de baño. Le costó una eternidad abrirla y ver al niño feo agazapado en un rincón.

    — No me des latigazos, señorita Fellowes — musitó el niño. Tenía los ojos enrojecidos. Le temblaban los labios— . Yo no quería hacerlo.
    — Oh, Timmie, ¿quién te ha hablado de latigazos?

    Se acercó a él y lo abrazó impetuosamente.

    — Lo dijo ella, con una cuerda larga — repuso trémulamente Timmie— . Ella dijo que tú me pegarías mucho.

    — No es cierto. Ella ha sido muy mala al decir eso. Pero, ¿qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?

    — Él me llamó niño-mono. Dijo que yo no era un niño de verdad. Que era un animal. — Timmie se deshizo en un torrente de lágrimas— . Dijo que ya no jugaría más con un mono. Yo dije que no era un mono, ¡que no era un mono! Él dijo que yo era muy raro. Dijo que era horrible y feo. Lo dijo muchas veces y le mordí.

    Ambos estaban llorando.

    — Pero eso no es cierto — dijo la sollozante señorita Fellowes— . Tú lo sabes, Timmie. Eres un niño de verdad. Un niño encantador, y el mejor del mundo. Y nadie, nadie volverá a separarte de mí.

    Fue fácil decidirse, fácil saber qué hacer. Pero había que actuar con rapidez. Hoskins no esperaría mucho más tiempo, teniendo a su hijo magullado...

    No, había que hacerlo esa noche, esa misma noche, con cuatro quintas partes del personal dormido y la restante quinta parte intelectualmente embriagada por el Proyecto Edad Media.

    Sería una hora anormal para volver, pero había precedentes. El vigilante la conocía perfectamente, y no soñaría en hacerle preguntas. No sospecharía si la veía con una maleta. La señorita Fellowes ensayó la evasiva frase «Juguetes para el niño» y una tranquila sonrisa.
    ¿Por qué no iba a creerlo el vigilante?

    Así fue. Cuando la enfermera entró de nuevo en la casa de muñecas, Timmie aún estaba despierto, y ella mantuvo una exasperante normalidad, a fin de no asustar al pequeño. Hablaron de los sueños de Timmie, y la señorita Fellowes oyó al niño interesarse ansiosamente por Jerry.

    Escasas personas la verían después, nadie recelaría del bulto que llevaría. Timmie se estaría muy quieto, y finalmente todo sería un hecho consumado. Un hecho consumado, sería inútil querer repararlo. Ellos la dejarían en paz. Los dejarían en paz a los dos.

    La señorita Fellowes abrió la maleta, sacó el abrigo, la gorra de lana con orejeras y las demás prendas.

    — ¿Por qué me pones esta ropa, señorita Fellowes? — dijo Timmie, con muestras de alarma.

    — Voy a llevarte afuera, Timmie. Al lugar de tus sueños.

    — ¿Mis sueños?

    Su rostro se contrajo con repentino anhelo, aunque también el miedo estaba allí.

    — No temas. Estarás conmigo. No tendrás miedo si estás conmigo, ¿verdad, Timmie?

    — No, señorita Fellowes.

    Se apretó la deforme cabecita contra el costado y escuchó los sordos latidos del corazoncito del niño bajo su brazo.

    Era medianoche. La señorita Fellowes tomó al niño en brazos. Desconectó la alarma y abrió suavemente la puerta.

    Y lanzó un grito, porque al otro lado de la abierta puerta estaba Hoskins, mirándola.

    Había otros dos hombres con el doctor, y él miraba fijamente a la enfermera, tan asombrado como ella.

    La señorita Fellowes tardó un segundo menos en recobrarse y trató rápidamente de cruzar el umbral. Pero a pesar del segundo de retraso, Hoskins tuvo tiempo. La tomó bruscamente y la lanzó contra una cómoda. Llamó a los otros dos hombres y miró a la enfermera sin abandonar el umbral.

    — No esperaba esto. ¿Está completamente loca?

    Ella había conseguido interponer el hombro, para que fuera su cuerpo, y no el de Timmie, el que golpeara la cómoda.

    — ¿Qué daño puedo hacer si me lo llevo, doctor Hoskins? — dijo la señorita Fellowes, suplicante— . No puede poner una pérdida de energía por encima de una vida humana...

    Con firmeza, Hoskins le quitó el niño de los brazos.

    — Una pérdida de energía de esta magnitud significaría tres millones de dólares para los bolsillos de los accionistas. Significaría un terrible revés para Estasis, Inc. Significaría publicidad sobre una enfermera sentimental que destruye todo eso en provecho de un niño-mono.

    — ¡Niño-mono! — dijo la señorita Fellowes con impotente furia.

    — Así lo llamarán los periodistas — dijo Hoskins.

    Apareció un hombre que estaba pasando un cordel de nylon por los resquicios de la parte alta de la pared.

    La señorita Fellowes recordó la cuerda de la cabina que contenía la muestra rocosa del profesor Ademewski, la cuerda de la que Hoskins había tirado hacía mucho tiempo.

    — ¡No! — chilló.

    Pero Hoskins dejó a Timmie en el suelo y le quitó amablemente el abrigo que llevaba.

    — Quédate aquí, Timmie. No te pasará nada. Nosotros estaremos fuera sólo un momento. ¿De acuerdo?

    Timmie, pálido y mudo, logró asentir con la cabeza.

    Hoskins condujo a la enfermera fuera de la casa de muñecas. De momento, la señorita Fellowes había superado el límite de la resistencia. Vagamente, vio que ajustaban el tirador junto a la casa de muñecas.

    — Lo siento, señorita Fellowes — dijo Hoskins— . Me habría gustado evitarle esto. Planeé hacerlo por la noche para que usted se enterara cuando ya estuviera hecho.

    — Por la herida de su hijo — dijo la enfermera en un fatigado susurro— . Porque su hijo atormentó a este niño y lo provocó.

    — No. Créame. Me he enterado del incidente de hoy y sé que la culpa fue de Jerry. Pero el incidente se ha filtrado al exterior. Así debía ser, con la prensa acosándonos precisamente este día. No puedo arriesgarme a que un relato distorsionado sobre negligencias y Neandertales salvajes perjudique el éxito del Proyecto Edad Media. De todas formas, Timmie tenía que regresar
    pronto. Si regresa ahora mismo, los sensacionalistas tendrán el mínimo pretexto posible para volcar su basura.

    — No es como devolver una roca. Va a matar a un ser humano.

    — No habrá asesinato. No habrá sensación. Simplemente, el niño será un niño Neandertal en un mundo Neandertal. Dejará de estar prisionero, no será un extraño. Tendrá la posibilidad de vivir en libertad.

    — ¿Qué posibilidad? Sólo tiene siete años, está acostumbrado a que le cuiden, le alimenten, le vistan, le protejan. Estará solo. Quizá su tribu no esté ya en el lugar donde él la abandonó hace cuatro años. Y aunque esté en el mismo sitio, no reconocerán a Timmie. Tendrá que cuidar de sí mismo. ¿Cómo va a hacerlo?

    Hoskins sacudió la cabeza en un gesto de desesperada negativa.

    — ¡Dios mío, señorita Fellowes! ¿Cree que no he pensado en eso? ¿Cree que habríamos traído a un niño de no haber sido porque se trataba de la primera localización de un humano o cuasi humano que hacíamos, y porque no nos atrevimos a correr el riesgo de perder su posición y hacer otra localización tan perfecta? ¿Por qué supone que hemos mantenido tanto tiempo aquí a Timmie, sino porque éramos reacios a devolver al niño al pasado? — Su voz cobró exasperada urgencia— . Pero no podemos esperar más. Timmie es un obstáculo en el camino de la expansión. Una fuente de posible mala publicidad. Estamos a punto de hacer grandes cosas y, lo lamento, señorita Fellowes, pero no podemos permitir que Timmie nos estorbe. No podemos. No podemos. Lo lamento, señorita Fellowes.

    — Bien, en ese caso — dijo tristemente la enfermera— , déjeme decirle adiós. Concédame cinco minutos para despedirme. Concédame tan sólo eso.

    Hoskins vaciló.

    — Adelante.

    Timmie corrió hacia ella. Corrió hacia ella por última vez y la señorita Fellowes, por última vez, lo estrechó entre sus brazos.
    Durante un instante, lo abrazó ciegamente. Empujó una silla con la punta del pie, la puso junto a la pared y se sentó.

    — No tengas miedo, Timmie.

    — No tengo miedo si estás aquí, señorita Fellowes ¿Está buscándome ese hombre loco, ese hombre que está afuera?

    — No, no temas. Él no nos comprende... Timmie, ¿sabes qué es una madre?

    — ¿Como la de Jerry?

    — ¿Te habló él de su mamá?

    — Algunas veces. Creo que una madre es una señora que te cuida y se porta muy bien contigo y hace cosas buenas.

    — Exacto. ¿No te gustaría tener una madre, Timmie?

    Timmie apartó la cabeza del cuerpo de la enfermera para poder mirarla. Poco a poco, pasó su manita por la mejilla y el pelo de la señorita Fellowes y la acarició igual que ella, hacía mucho, mucho tiempo, le había acariciado.

    — ¿Tú no eres mi madre? — preguntó el niño.

    — Oh, Timmie.

    — ¿Te enfadas porque te lo pregunto?

    — No. Claro que no.

    — Porque yo sé que te llamas señorita Fellowes, pero..., pero a veces te llamo «mamá» sin decirlo. ¿Te parece bien?

    — Sí. Sí. Me parece bien. Y ya no te abandonaré más y no sufrirás más. Estaré siempre contigo para cuidarte. Llámame «mamá», que yo lo oiga.

    — Mamá — dijo Timmie muy contento, y apretó su mejilla a la de la enfermera.

    La señorita Fellowes se levantó y, sin soltar al niño, se subió a la silla. Hizo caso omiso del repentino inicio de un grito en el exterior y, con la mano libre, tiró con todas sus fuerzas de la cuerda que colgaba entre dos resquicios.
    Perforó Estasis y la habitación quedó vacía.
    Última edición por Riugan; 29/08/2013 a las 11:06

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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

     
    - ¿Y bien? – preguntó ofuscada la teniente.

    La forense Pacheco la miró de pies a cabeza, volvió a mirar al cadáver y suspiró. Le era difícil decidir a quién prefería tener que hacerle la autopsia. Había sido un día largo y el tener a una policía sin modales esperando, a tan sólo unos minutos de haber empezado la autopsia, saber cómo habían asesinado a aquel pobre hombre; no era la mejor manera de terminar su jornada de trabajo.

    Y si su razonamiento no había sido nublado por el cansancio acumulado, estaba claro como le habían dado fin a la vida de aquel hombre.

    -Vamos a tener que analizar las huellas dactilares de todos los involucrados.

    Un gesto de asombro invadió el rostro de la teniente ante tal requerimiento. A pesar de ello permaneció en silencio, al parecer esperando que ella continuara.

    - Este hombre ha sido estrangulado teniente – prosiguió la forense mientras con su mano derecha señalaba el cuello del cadáver – ¿Ve? Esas marcas han sido hechas con las manos.

    - ¡Pero no puedes ser posible! – exclamó la teniente.

    - ¿Por qué lo dice teniente?

    - Sólo hay dos personas involucradas en esto, una de ellas es su compañero. Un joven con registros de haber pasado por la programación neurolingüística de niño.

    - ¿Y el otro? – preguntó la forense.

    - Es un “repro”

    Y con ello toda duda era despejada, al menos de cierta forma. Ahora entendía el escepticismo de la teniente ante su teoría del estrangulamiento. Si bien ella había sido parte de la última generación de jóvenes que consideraba a la programación neurolingüística como una pseudociencia, no por ello podía negar que durante los cuarenta años que llevaba trabajando, nunca había oído hablar de algún crimen cometido por alguien sometido desde niño a la programación y mucho menos de un “repro”.

    Tapó al cadáver , y mientras se quitaba los guantes preguntó:

    -¿ Qué sabe del “repro”?

    -Bueno – la teniente llevo su mano izquierda debajo del mentón en gesto de duda – En realidad nada. Usted sabe que toda información del pasado de un “repro” es borrada de los bancos de datos oficiales y sólo es conservada en la base de datos del ministerio de psicología. Pero si trabaja para el departamento meteorológico es porque debió ser uno de los primero en ser sometidos al proceso.

    La forense se termino de quitar la bata, miró la hora en el reloj y suspiro.

    - Ya veo.

    El uso de la programación neurolingüística como condena a criminales, la llamada “muerte de la personalidad”, en la cual se suplantaba la personalidad anormal por una más “servicial” fue uno de los mayores logros de la psicología a inicios del siglo XXII. Y si bien la conversión de criminales a reprogramados , o “repros” como les decían todo el mundo; tenía detractores, no había ningún reporte de fracaso.

    Hasta ahora…

    ***

    -¿Cuando carajos dejaras de mirarlo? – pregunto fastidiado Eduardo a su compañero – ¡ Pareciera que nunca has visto a un “repro”!

    Saúl , el compañero en cuestión, le ignoró y seguía observando al repro controlar la computadora principal del departamento de meteorología, al otro lado del vidrio. Y podría continuar toda una vida observándolo cómo tecleaba incesantemente datos en aquella enorme pantalla negra, de no ser por las incesantes bolas de papel que su insoportable ¿amigo? Le lanzaba con fuerza ascendente seguiría deleitándose con aquel espectáculo. Volteó a ver a Eduardo y sonrío.

    -¡ Uy! ¿Qué pasa? ¿ Acaso sientes celos del “repro” mi amor ? ¡ Sólo tengo ojos para ti! – Se sentó en su silla y desde ahí volvió a mirar al “repro” – ¿ No te das cuenta?

    - ¿ De qué? ¿ Qué eres un maricón y te has enamorado de un “repro”? – espetó Eduardo.

    - No, cojudo. Dime algo, ¿ A cuántos “repro” has visto en toda tu vida?

    - No lo sé. ¿Quién lleva la cuenta de algo así? – notó el gesto displecente con el que Saúl lo miro y agregó – Digamos que más de cien.

    Saúl se levanto de su asiento, se acercó a él y susurró:

    -¿ Y a cuantos has visto trabajando con una computadora multifactorial? – y regresó a sentarse en su silla como quien temía ser escuchado.

    - Bueno sólo a este. Los demás recogen basura en las calles, cocinan para los desamparados o trabajan en los yacimientos de gas de la selva. Pero ¿qué con eso?

    - ¿ Por qué reprogramarían con neurolingüística a un asesino, pero le dejarían intacta su habilidad para maniobrar una computadora multifactorial?

    -¿ Eso va a venir en el examen de aumento de sueldo del próximo domingo? – pregunto con sorna Eduardo

    -No

    -¡Entonces deja de preguntar cojudeces! ¿ A quién le importa eso? ¡Lleva sirviendo setenta años aquí y no ha matado a nadie!

    -¿ Entonces por qué esta encerrado en esa habitación? – insistió Saúl.

    -¡ Para que los maricones como tú no lo acosen! – Se levantó de su silla , tomo su cardigan viejo en su brazo y continuó– Y ahora si me disculpas me tengo que ir y tú debes seguir buscando ese maldito error en el reporte que ten por seguro nos ha de costar el puesto , y si sigues pensando en la vida pasada de ese “repro” lo más probable es que te hagan lo mismo que a él.

    Y dicho esto se fue de la oficina.

    Saúl volvió a mirar su computadora y los datos se aparecían en la pantalla. Eduardo tenía razón, si no lo resolvía pronto, lo más probable era que lo despidieran o en el peor de los casos lo “reprogramen”. Nunca había escuchado de una reprogramación por hacer algo estúpido; pero siempre hay una primera vez ¿ no?.

    Se empezó a balancear en su silla y de repente…

    - ¡Mierda! – gritó, mientras hacia una esfuerzo por no caerse de la silla.

    Ahí estaba él. Parado detrás del vidrio mirándole. ¿Cuántos años tendría? Más de cien sin duda. Pero se conservaba muy bien, como si en su juventud hubiese sido fisicoculturista o algo por el estilo. Aunque también pudiera ser por las drogas que acompañaban al proceso de reprogramación. Sea como sea el gigante de rostro inmutable seguía ahí parado. Sin intención de ir a ningún parte, bueno tampoco tenía a donde.

    - Y ahora a ti se te antojo mear , Luis – dijo Saúl mientras buscaba en su escritorio la llave para abrir la puerta donde estaba “Luis”.

    En realidad no se llamaba Luis, la placa del uniforme que el estado le había asignado luego de su reprogramación decía PNL-015. Pero a Saúl y a todo el mundo en la oficina le resultaba más fácil llamarlo Luis. Aunque las secretarias con pinta de ninfómanas le llamaban también “Luchito”.

    Saúl miró el reloj antes de abrir la puerta y se percató de que habían pasado doce minutos de la hora en que usualmente “Luis” salía a hacer sus necesidades. En todo el tiempo que trabajaba en el departamento había cumplido religiosamente su horario de “evacuación” y el verlo ahí parado le recordaba que siempre se había preguntado cómo habían hecho en el ministerio de psicología para limitar de tal manera el libre albedrío de un ser humano como para que éste no pueda ir al baño cuando se le diera la gana. Bueno si matas a alguien y al no poder devolverte el favor, es lo mínimo que te mereces ¿no?.

    “¿ En qué lío te habrás metido luchito? “ pensó, y mientras le abría la puerta recordaba cuantas veces Eduardo y él habían hecho esperar a “Luis” por horas antes de dejarlo ir al baño. Sin embargo no recordaba que se haya meado en los pantalones,tampoco haberse hecho la gracia encima ni mucho menos cambiar la expresión de su rostro ante lo evidente de la broma. Era como un zombie, solo que sin el apetito por masa encefálica o velocidad y fuerza sobrehumanas. Toda una obra de arte. ¡Putos psicólogos!

    Abrió la puerta y al hacerlo, “Luis” se alejo de la ventana para acercarse lentamente a él. Se detuvo frente a él y se quedo quieto.

    - ¿Vas a mear luchón? – preguntó sarcásticamente. Aunque sabía que ello no tenía ningún sentido práctico. Un “repro” solo respondía a determinados patrones de conversación establecidos previamente por el ministerio según el tipo de trabajo que llevaría el criminal después de la reprogramación.

    Muy apegados al método experimental los psicólogos no dejaban escapar ningún detalle. O quizás ningún secreto.

    ¿Habría descubierto el error?

    - Trabajador AQL-706 autoriza a PNL -015 al uso de la palabra.

    - PNL-015 ha ubicado el error en el proceso de análisis de datos – expresó “Luis” de manera lenta y dificultosa – Solicita autorización para ejecutar la directiva 1602

    - Concedida – respondió Saúl distraído.

    Giró sobre sus talones, dándole la espalda a “Luis” y sin prestarle ninguna importancia empezó a buscar entre sus papeles la lista de directivas. Había interactuado verbalmente con “Luis” tan poco que no recordaba muy bien las directivas con las que debía dirigirse a él y en particular la que le permitía preguntarle sobre la naturaleza de la 1602 . La cual según tenía entendido no había ejecutado en años.

    Se detuvo un momento.

    “Luis” había empezado la búsqueda del error mucho antes de que él llegara a la oficina. Tuvo tiempo de sobra para encontrar el error. Ademas Eduardo llego antes, pudo habérselo dicho a él. ¿Por qué había esperado que se fuera para comunicarlo?

    Volteó para ver a “Luis”.

    ***

    “Luis” se sentó frente a la computadora central. Lentamente empezó a escribir un comando.

    Z :\> FUENTE DE ERROR> ELIMINADA

  17. #77
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

     
    [SPOILER]La distancia entre la universidad de Horlicks y Cascade Lake era de setenta kilómetros, y aunque en octubre oscurece pronto en esa parte del mundo y ellos no se pusieron en marcha hasta las seis, aún había un poco de luz cuando llegaron allí. Habían ido en el Camaro de Deke, el cual no perdía nunca el tiempo cuando estaba sobrio. Después de tomar un par de cervezas hacía que aquel Camaro anduviera al paso y hasta conversara.

    Apenas había detenido el coche junto a la valla de estacas entre el aparcamiento y la playa, cuando ya estaba fuera del Camaro, quitándose la camisa. Sus ojos exploraron el agua en busca de la balsa. Randy, que viajaba al lado del conductor, bajó del coche un poco a regañadientes. La idea había sido suya, era cierto, pero no había creído que Deke lo tomara en serio. Las chicas se agitaban en el asiento trasero, preparándose para bajar.

    La mirada de Deke exploró el agua incansablemente, de un lado a otro (ojos de francotirador, se dijo Randy, incómodo), y entonces se fijó en un punto.

    —¡Ahí está ! —gritó, golpeando el capó del Camaro— ¡Es tal como dijiste, Randy! ¡El último es un gallina!

    —Deke... —empezó a decir Randy, colocándose bien las gafas en el puente de la nariz.

    Pero no pudo continuar, porque Deke ya había saltado la valla y corría por la playa, sin volver la cabeza para mirar a Randy, Rachel o LaVerne; interesado sólo en la balsa que estaba anclada en el lago, a unos cincuenta metros de la orilla.

    Randy miró a su alrededor, como si quisiera pedir disculpas a las chicas por haberlas metido en aquello, pero ellas sólo tenían ojos para Deke. Que Rachel le mirase estaba bien, no había nada que objetar, puesto que era su novia..., pero también LaVerne le miraba, y Randy sintió una momentánea punzada de celos que le hizo ponerse en movimiento. Se quitó la camiseta de entrenamiento, la dejó caer al lado de la de Deke y salto por encima de la valla.

    —¡Randy! —gritó LaVerne, y él se limitó a agitar el brazo en la gris atmósfera crepuscular de octubre, en un gesto invitador para que ella le siguiera, detestándose un poco por hacerlo.

    Ahora ella estaba insegura, quizás a punto de expresar su negativa a gritos. La idea de un baño en pleno mes de octubre en el lago desierto no formaba parte de la agradable y bien iluminada velada en el apartamento que compartían él y Deke. El muchacho le gustaba, pero Deke era más fuerte. Y vaya si se sentía intensamente atraída por Deke, lo cual hacía irritante aquella condenada situación.

    Deke, todavía corriendo, se desabrochó los tejanos y los bajó por sus esbeltas caderas. De alguna manera consiguió quitárselos del todo sin detenerse, una hazaña que Randy no podría haber imitado ni en un millar de años. Deke siguió corriendo, ahora vestido sólo con unos sucintos calzoncillos, los músculos de la espalda y las nalgas trabajando espléndidamente. Randy era más que consciente de sus piernas flacuchas mientras se quitaba los Levis y los hacía pasar torpemente por los pies. Deke hacía aquellos movimientos como si fuera un bailarín de ballet; en cambio, él parecía interpretar un papel cómico.

    Deke entró en el agua y gritó:

    —¡Qué fría está, María Santísima!

    Randy titubeó, pero sólo mentalmente, allá donde se consideran los pros y los contras. «El agua está a unos siete grados, diez como máximo», le decía su mente. «Podrías sufrir un síncope.» Estudiaba el curso preparatorio para ingresar en la facultad de medicina, y sabía que era cierto. Pero en el mundo físico no lo dudó ni un momento. Se lanzó al agua y por un momento su corazón se paró realmente, o así se lo pareció. La respiración se atascó en su garganta, y con esfuerzo tuvo que aspirar una bocanada de aire, mientras su piel sumergida se insensibilizaba. «Esto es una locura», pensó, y a continuación: «Pero ha sido idea tuya, Pancho». Empezó a nadar en pos de Deke.

    Las dos muchachas se miraron. LaVerne se encogió de hombros y sonrió.

    —Si ellos pueden, nosotras también —dijo al tiempo que se quitaba su camisa Lacoste, revelando un sostén casi transparente— ¿No dicen que las mujeres tenemos una capa extra de grasa?

    Entonces saltó por encima de la valla y corrió hacia el agua, desabrochándose los pantalones de pana. Al cabo de un momento Rachel la siguió, igual que Randy había seguido a Deke.

    Las chicas habían ido al apartamento a media tarde, pues los martes la última clase finalizaba a la una. Deke había recibido su asignación mensual —uno de los ex–alumnos, forofo del fútbol (los jugadores los llamaban ángeles) le daba doscientos dólares al mes—y había una caja de cervezas en el frigorífico y un nuevo álbum de Triumph en el desvencijado estéreo de Randy. Los cuatro se acomodaron y empezaron a achisparse plácidamente. Al cabo de un rato, la conversación giró en torno al final del largo veranillo de San Martín que habían disfrutado. La radio predecía tormentas para el miércoles. (LaVerne había dicho que a los hombres del tiempo que predicen tormentas de nieve en octubre habría que fusilarlos, y los otros no disintieron).

    Rachel dijo que los veranos parecían eternos cuando era pequeña. pero ahora que era adulta («una decrépita y senil vieja de diecinueve años», bromeó Deke, y ella le dio un puntapié en el tobillo), los veranos eran cada vez más cortos.

    —Tenía la impresión de que me había pasado la vida entera en Cascade Lake —comentó, mientras cruzaba el destrozado suelo de linóleo de la cocina para ir a la nevera. Echó un vistazo al interior. Encontró una Iron City Light escondida detrás de unas cajas de plástico para guardar la comida (la del medio contenía unas guindas casi prehistóricas, que ahora estaban festoneadas por un moho espeso; Randy era un buen estudiante y Deke un buen jugador de fútbol, pero, en cuanto a las labores domésticas, los dos valían menos que un pimiento) y se la apropió— Todavía puedo recordar la primera vez que logré ir nadando hasta la balsa. Estuve allí sentada casi dos horas, asustada porque tenía que regresar a nado.

    Se sentó junto a Deke, el cual la rodeó con un brazo. Ella sonrió, entregada a sus recuerdos, y Randy pensó de súbito que la muchacha se parecía a alguien famoso, o semifamoso, aunque no conseguía dar con quién era. Ya se le ocurriría más tarde, en unas circunstancias menos agradables.

    —Finalmente, mi hermano tuvo que ir a buscarme y remolcarme en una cámara de neumático. ¡Dios mío, qué furioso estaba! Y yo estaba increíblemente quemada por el sol.

    —La balsa sigue ahí —dijo Randy, sobre todo por decir algo.

    Era consciente de que LaVerne había vuelto a mirar a Deke; últimamente parecía mirarle demasiado.

    Pero ahora la muchacha le miró a él.

    —Estamos cerca del Día de Difuntos, Randy. Cascade Beach está cerrado desde el primero de mayo.

    —Pues la balsa sigue ahí —insistió Randy— Hace unas tres semanas hicimos una excursión geológica por el otro lado del lago, y vi la balsa. Parecía como... —se encogió de hombros— Era como un pedacito de verano que alguien se hubiera olvidado de limpiar y guardar en el armario hasta el próximo año.

    Creyó que los otros se reirían de esta ocurrencia, pero ninguno lo hizo...,ni siquiera Deke.

    —El hecho de que estuviera ahí el año pasado no significa que esté todavía —dijo LaVerne.

    —Lo comenté con un amigo —dijo Randy, apurando su cerveza— con Billy DeLois. ¿Te acuerdas de él, Deke?

    El aludido asintió.

    —Jugaba en el equipo hasta que se lesionó.

    —Sí, el mismo. Bueno, pues él vive por ahí y dice que los propietarios de la playa nunca retiran la balsa hasta que el lago está casi a punto de helarse. Son así de perezosos..., por lo menos, eso es lo que dice. Me dijo que algún año esperarán demasiado tiempo para retirarla y quedará bloqueada por el hielo.

    Quedó en silencio, recordando el aspecto que había tenido la balsa, anclada en medio del lago: un cuadrado de madera de un blanco brillante en aquellas aguas otoñales de un azul intenso. Recordó cómo había llegado hasta ellos el sonido de los bidones que servían de flotadores, aquel nítido clanc-clanc, un sonido muy suave, pero audible porque la quieta atmósfera alrededor del lago era muy buena transmisora de sonidos. Además de aquel ruido se oían los graznidos de los cuervos que se disputaban los restos de la recolección de algún campo.

    —Mañana nevará —dijo Rachel, levantándose en el momento en que la mano de Deke se deslizaba casi distraídamente hasta la protuberancia de un seno. Se acercó a la ventana y miró al exterior— ¡Qué fastidio!

    —Os diré lo que podemos hacer —dijo Randy— Vayamos a Cascade Lake. Nadaremos hasta la balsa, nos despediremos del verano, y regresaremos a nado.

    De no haber estado medio bebido, nunca habría sugerido semejante cosa, y desde luego no esperaba que nadie se lo tomara en serio. Pero Deke se apresuró a aceptar la proposición.

    —¡De acuerdo! —exclamó, haciendo que LaVerne se sobresaltara y derramara la cerveza; pero sonrió, y aquella sonrisa intranquilizó un poco a Randy.

    —¡Sí, hagámoslo!

    —Estás loco, Deke —dijo Rachel, también sonriente, pero su sonrisa parecía algo incierta, un poco preocupada.

    —No, yo voy a hacerlo —dijo Deke, yendo en busca de su chaqueta.

    Y, con una mezcla de consternación y excitación, Randy observó la sonrisa de Deke, su rictus temerario y un poco demencial. Los dos muchachos compartían la vivienda desde hacía ya tres años, eran como uña y carne, como Cisco y Pancho o Batman y Robin, por lo que Randy reconoció aquella sonrisa. Deke no bromeaba: tenía intención de hacerlo.

    «Olvídalo, Cisco... yo no voy.» Las palabras afloraron a sus labios pero, antes de que pudiera pronunciarlas, LaVerne se había levantado, con la misma expresión alegre y lunática en sus ojos (o tal vez era el efecto de un exceso de cerveza).

    —¡Me apunto! —exclamó.

    —¡Entonces vayamos! —dijo Deke mirando a Randy— ¿Y tú qué dices, Pancho?

    Él había mirado un momento a Rachel y vio algo casi frenético en sus ojos... Por lo que a él respectaba, Deke y LaVerne podían irse juntos a Cascade Lake y pasarse toda la noche recorriendo penosamente los sesenta kilómetros de regreso. No le encantaría saber que estaban locos el uno por el otro, pero tampoco le sorprendería. Sin embargo, la expresión de los ojos de la muchacha, aquella mirada inquieta...

    —¡De acuerdo, Cisco! —gritó, y entrechocó su palma con la de Deke.

    Randy había recorrido la mitad de la distancia hasta la balsa cuando vio la mancha negra en el agua. Estaba más allá de la balsa, a la izquierda, y más hacia el centro del lago. Cinco minutos después la visibilidad se habría reducido demasiado para poder decir si era algo más que una sombra, si había visto algo en realidad. Se preguntó si sería una mancha aceitosa, mientras nadaba todavía vigorosamente oía débilmente el chapoteo de las muchachas a sus espaldas. Pero, ¿qué haría una mancha aceitosa en un lago desierto en pleno octubre? Y además tenia una extraña forma circular y era pequeña, no tendría más de metro y medio de diámetro...

    —¡Venga! —gritó Deke de nuevo, y Deke miró en su dirección. Deke subía por la escalera colocada a un lado de la balsa, sacudiéndose el agua como un perro— ¿Qué tal estás, Pancho?

    —¡Muy bien! —replicó Randy, redoblando sus esfuerzos.

    En realidad, aquello no era tan malo como había creído que sería. por lo menos una vez que uno se ponía en movimiento. El calorcillo del ejercicio cosquilleaba su cuerpo, y ahora avanzaba como un automóvil con el motor en sobremarcha. Notaba las rápidas revoluciones del corazón calentándole por dentro. Su familia poseía una casa en el cabo Cod, y allí el agua estaba más fría a mediados de julio que la del lago en aquel momento.

    —¡Si ahora te parece fría, Pancho, ya verás cuando salgas! —gritó Deke alegremente.

    Daba unos saltos que hacían oscilar la balsa y se frotaba el cuerpo

    Randy se olvidó de la mancha aceitosa hasta que sus manos aferraron la escalera de madera pintada de blanco, en el lado que daba a la orilla. Entonces la vio de nuevo: estaba un poco más cerca. Era un parche redondo y oscuro en el agua, como un gran lunar que subía y bajaba con las suaves olas. La primera vez que la vio, la mancha debía de estar a unos cuarenta metros de la balsa. Ahora sólo estaba a la mitad de esa distancia.

    «¿Cómo es posible?», se preguntó Randy. «¿Cómo. ..?»

    Entonces salió del agua y el frío le mordió la piel, incluso más fuerte que el agua al zambullirse.

    —¡Qué frío de mierda! —gritó, riendo y tiritando bajo sus pantalones cortos.

    —Pancho, eres un pedazo de alcornoque —dijo Deke, risueño, y le ayudó a subir a la balsa— ¿Está lo bastante fría para ti? ¿Todavía no estás sobrio?

    —¡Sí, estoy completamente sobrio!

    Empezó a dar saltos sobre la balsa, como Deke había hecho, cruzando los brazos en forma de equis sobre el pecho y el estómago. Se volvieron para mirar a las chicas.

    Rachel había rebasado a LaVerne, la cual nadaba de un modo parecido al chapoteo de un perro con malos instintos.

    —¿Están bien las señoras? —preguntó Deke a gritos.

    —¡Vete al infierno, machista! —exclamó LaVerne, y Deke se echó a reír.

    Randy miró de soslayo y vio que la extraña mancha circular estaba aún más cerca, ahora a unos diez metros, y seguía aproximándose. Flotaba en el agua, redonda y lisa, como la superficie de un gran tonel de acero; pero la elasticidad con que se adaptaba a las olas evidenciaba que no era la superficie de un objeto sólido. Un temor repentino, inconcreto pero poderoso, se apoderó de él.

    —¡Nadad! —gritó a las chicas.

    Se agachó para coger la mano de Rachel cuando ésta llegó a la escalera. Al alzarla hasta la plataforma, la muchacha se dio un fuerte golpe en la rodilla. Randy oyó el ruido de la carne delgada contra la madera.

    —¡Huy! ¡Eh! ¿Qué es...?

    LaVerne estaba todavía a tres metros de distancia. Randy miró de nuevo hacia el costado y vio que la mancha redonda rozaba la balsa. Era tan oscura como una mancha de petróleo, pero él estaba seguro de que no se trataba de petróleo: era demasiado oscura, demasiado espesa, demasiado lisa.

    —¡Me has hecho daño, Randy! ¿Qué broma es ésta...?

    —¡Nada, LaVerne, nada!

    Ahora no sólo sentía miedo, sino también terror.

    LaVerne alzó la vista. Quizá no percibía el terror en la voz de Randy, pero notaba el apremio. Parecía perpleja, pero imprimió más velocidad a su chapoteo canino, cubriendo la distancia hasta la balsa.

    —¿Qué te pasa, Randy? —preguntó Deke.

    Randy miró de nuevo al lado y vio que aquella cosa se doblaba alrededor del ángulo de la balsa. Por un momento se pareció a la imagen de Pac Man, con la boca abierta para comer galletas electrónicas. Entonces se deslizó alrededor del ángulo y empezó a avanzar a lo largo de la balsas con uno de sus bordes ahora recto.

    —¡Ayúdame a subirla! —increpó Randy a Deke, y se agachó para coger la mano de la muchacha — ¡Rápido!

    Deke se encogió de hombros, con buen humor, y extendió el brazo para cogerle la otra mano. Izaron a la muchacha y ella se sentó en la superficie de tablas apenas unos segundos antes de que la cosa negra pasara rozando la escalera, sus lados ahuecándose al deslizarse junto a los montantes.

    —¿Es que te has vuelto loco, Randy?

    LaVerne estaba sin aliento y un poco asustada. Sus pezones eran claramente visibles a través del sostén. Resaltaban como dos puntos fríos y duros.

    —Esa cosa —dijo Randy, señalándola— ¿Qué es eso, Deke?

    Deke localizó la mancha, que ya había llegado al ángulo izquierdo de la balsa. Se deslizó un poco a un lado, adoptando su forma circular limitándose a flotar allí.

    —Supongo que es una mancha aceitosa —dijo Deke.

    —Me has rasgado de veras la rodilla —dijo Rachel, mirando la cosa oscura sobre el agua y luego nuevamente a Randy — Eres un...

    —No es una mancha aceitosa —le interrumpió Randy — ¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa circular? Esa cosa parece más bien una ficha de damas.

    —Jamás he visto una mancha aceitosa —replicó Deke. Aunque hablaba con Randy, miraba a LaVerne, cuyas bragas eran casi tan transparentes como los sostenes, el delta de su sexo esculpido nítidamente en seda, y cada nalga como una tensa medialuna — Ni siquiera creo que existan. Soy de Missouri.

    —Me va a salir un morado —dijo Rachel.

    Pero el enojo había desaparecido de su voz. Había visto que Deke miraba a LaVerne.

    —¡Dios mío qué frío tengo! —dijo ésta, estremeciéndose intensamente.

    —Iba a por las chicas —dijo Randy.

    —Vamos, Pancho. Creía haberte oído decir que estabas sobrio.

    —Iba a por las chicas —repitió tercamente.

    Y pensó: «Nadie sabe que estamos aquí. Nadie en absoluto».

    —¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa en el agua, Pancho?

    Deke había deslizado un brazo sobre los hombros desnudos de LaVerne, de la misma manera casi distraída con que había tocado el pecho de Rachel unas horas antes. No tocaba el pecho de LaVerne —por lo menos todavía no —pero tenia la mano muy cerca. Randy descubrió que eso no le importaba gran cosa, que le daba igual lo que hiciera. Aquella mancha negra y circular en el agua..., eso era lo que le preocupaba.

    —Vi una en el cabo hace cuatro años —respondió Randy— Todos sacamos pájaros que estaban en el agua, sin poder levantar el vuelo, y tratamos de limpiarlos.

    —Pancho el Ecologista —dijo Deke, en tono aprobatorio— Si, creo que lo tuyo es la ecología.

    —Toda el agua estaba impregnada de aquella sustancia pegajosa, en franjas y grandes manchas. No tenia el aspecto de esa cosa. No era, ¿cómo diría?, compacta.

    Quería decir: «Parecía un accidente, pero eso es muy distinto; eso parece hecho a propósito».

    —Quiero regresar ahora mismo —dijo Rachel.

    Todavía miraba a Deke y LaVerne, y por su expresión Randy percibió que estaba dolida. Dudaba de que ella supiera que era algo tan evidente. Pensándolo mejor, dudaba incluso de que ella misma supiera que tenía aquella expresión.

    —Entonces vámonos —dijo LaVerne.

    También su rostro reflejaba algo; y Randy se dijo que era la claridad del triunfo absoluto. Si la idea parecía pretenciosa, también parecía exacta. No era una expresión dirigida precisamente a Rachel.... pero LaVerne tampoco trataba de ocultarla a la otra muchacha.

    Se acercó a Deke; no tuvo que dar más que un paso. Ahora sus caderas se tocaban ligeramente. Por un instante, la atención de Randy pasó de la cosa que flotaba en el agua a LaVerne, concentrándose en ella con un odio casi exquisito. Aunque nunca había abofeteado a una chica, en aquel momento podría haberla golpeado con auténtico placer, no porque la quisiera (había estado un poco enamorado de ella, era cierto, y se había puesto algo más que un poco caliente por ella, sí, y muy celoso cuando empezó a rondar a Deke en el apartamento, ¡oh, sí!, pero no habría llevado a una chica a la que realmente quisiera a menos de veinticinco kilómetros de donde estaba Deke), sino porque conocía aquella expresión en el rostro de Rachel..., el sentimiento interno que traslucía aquella expresión.

    —Tengo miedo —dijo Rachel.

    —¿De una mancha aceitosa? —inquirió incrédula LaVerne, y se echaron a reír.

    El impulso de abofetearla acometió de nuevo a Randy. Un buen revés con la mano abierta para borrar de su rostro aquella expresión de altivez bisofia y dejarle una señal en la mejilla, un morado con la forma de una mano.

    —Entonces veamos cómo vuelves nadando —dijo Randy.

    LaVerne le sonrió con indulgencia.

    —Todavía no tengo ganas de irme —le dijo, como si diera una explicación a un niño— Quiero ver la salida de las estrellas.

    Rachel era una chica más bien baja, bonita, pero con un estilo de pilluela, algo insegura, que hacía pensar a Randy en las muchachas de Nueva York, apresurándose para llegar puntuales al trabajo por la mañana, llevando elegantes vestidos a medida con ranuras frontales o laterales, y con aquella misma hermosura un tanto neurótica. A Rachel siempre le brillaban los ojos, pero sería difícil decir si era el entusiasmo lo que les prestaba aquel aspecto de vivacidad o sólo una inquietud generalizada.

    Los gustos de Deke se decantaban más hacia las muchachas morenas y de ojos negros y soñolientos, y Randy comprendió que lo que hubo entre Deke y Rachel, fuera lo que fuese, había terminado, algo simple y un poco aburrido por parte de él, y algo profundo, complicado y probablemente doloroso por parte de ella. Había terminado de un modo tan limpio y rápido que Randy casi oyó el ruido de la ruptura: un sonido como el de ramitas secas partidas sobre una rodilla.

    Era un muchacho tímido, pero ahora se acercó a Rachel y la rodeo con un brazo. Ella alzó la vista y le miró brevemente, con el rostro entristecido pero agradecida por el gesto, y él se alegró de haber aliviado un poco su situación. Volvió a ocurrírsele aquella similitud, algo en su cara, en su aspecto...

    Primero lo asoció con los programas deportivos de la televisión, luego con los anuncios de galletas saladas, barquillos o algún otro de esos condenados productos. Entonces lo vio con claridad: se parecía a Sandy Duncan, la actriz que intervino en la reposición de Peter Pan en Broadway.

    —¿Qué es esa cosa? —preguntó la muchacha— ¿Qué es, Randy?

    —No lo sé.

    Miró a Deke y vio que éste le miraba a su vez con aquella sonrisa suya que era más de vivida familiaridad que de desprecio, aunque el desprecio también estaba presente. Su expresión decía: «Aquí está el aprensivo Randy, meándose de nuevo en los pañales». Y era de suponer que Randy musitaría: «Probablemente no es nada. No te preocupes por ello; pronto desaparecerá», o algo por el estilo. Pero no lo hizo. Que Deke siguiera sonriendo. La mancha negra en el agua le asustaba. Esa era la verdad.

    Rachel se apartó de Randy y se arrodilló con un bonito gesto en el ángulo de la balsa más próximo a aquella cosa; por un momento hizo que él tuviera una asociación de ideas más precisa: la chica que aparece en las etiquetas de la soda White Rock. «Sandy Duncan en las etiquetas de White Rock», corrigió su mente. Su rubio cabello, muy corto y algo áspero, yacía húmedo sobre el cráneo de línea armoniosa. Podía ver la carne de gallina en sus omoplatos, por encima de la cinta blanca del sostén.

    —No vayas a caerte, Rachel —dijo LaVerne con alegre malicia.

    —Basta ya, LaVerne — —intervino Deke, todavía sonriendo.

    Randy los miró, erguidos en medio de la balsa, rodeándose sus respectivas cinturas con los brazos, las caderas tocándose ligeramente y su mirada se posó de nuevo en Rachel. La alarma corría por su espina dorsal y a través de sus nervios como un incendio. La mancha negra había reducido a la mitad la distancia que la separaba del ángulo de la balsa donde Rachel estaba arrodillada, mirándola. Antes había estado a dos metros o dos y medio, pero ahora la distancia era de un metro o menos y Randy vio algo extraño en los ojos de la muchacha, un vacío, como una blancura redonda que se parecía extrañamente a la negrura circular de aquella cosa que estaba en el agua.

    Pensó absurdamente: «Ahora es Sandy Duncan sentada en una etiqueta de White Rock y fingiendo que la hipnotiza el aroma exquisito y delicioso de la Miel de Nabisco Grahams», y sintió que su corazón se aceleraba como lo había hecho en el agua.

    —¡Apártate de ahí, Rachel! —exclamó.

    Entonces todo sucedió con extrema rapidez. Las cosas ocurrieron con la velocidad de los fuegos artificiales. Y, no obstante, él vio y oyó cada cosa con una claridad perfecta, infernal. Cada una de las cosas parecía encajada en su propia pequeña cápsula.

    LaVerne se echó a reír. En el patio, en una hora luminosa de la tarde, podría haber sonado como la risa de cualquier colegiala de instituto, pero allí, en la creciente oscuridad, sonaba como la árida risa senil de una bruja preparando una pócima mágica.

    —Rachel, será mejor que... —empezó a decir Deke, pero ella le interrumpió, casi con toda seguridad por primera vez en su vida, e indudablemente por última.

    —¡Tiene colores! —exclamó con voz estremecida, llena de asombro. Contemplaba la mancha negra en el agua con absorto arrobamiento, y por un momento Randy creyó ver de qué estaba hablando: colores, sí, colores girando en numerosas espirales dirigidas hacia dentro. Entonces las espirales desaparecieron, y la cosa presentó de nuevo su negrura apagada, mate— ¡Qué preciosidad de colores!

    —¡Rachel!

    La muchacha tendió la mano hacia abajo para tocarla, extendió un blanco brazo, al que la piel de gallina daba un aspecto marmóreo, alargó la mano con intención de tocarla. Vio que la chica se había mordido las uñas y las tenía melladas.

    —Ra. . .

    Randy notó que la balsa oscilaba en el agua cuando Deke avanzó hacia ellos. Tendió los brazos hacia Rachel al mismo tiempo, con la intención de apartarla del borde, vagamente consciente de que no quería que Deke lo hiciera.

    Entonces la mano de Rachel tocó el agua, primero sólo el dedo índice, produciendo una onda delicada, y la mancha se agitó sobre ella. Randy oyó resollar a la muchacha, y de repente aquel extraño vacío abandonó los ojos de Rachel y fue sustituido por una expresión de angustia.

    La sustancia negra y viscosa se extendió como barro por su brazo, y por debajo de él; Randy vio que la piel se disolvía. Rachel abrió la boca y lanzó un grito al tiempo que empezaba a ladearse hacia fuera. Tendió frenéticamente la otra mano a Randy y éste intentó cogerla. Sus dedos se rozaron. La mirada de la muchacha se encontró con la suya, y aún seguía pareciéndose endiabladamente a Sandy Duncan. Entonces cayó torpemente hacia fuera y se hundió en el agua.

    La cosa negra fluyó sobre el punto donde Rachel había caído.

    —¿Qué ha ocurrido? —gritaba LaVerne tras ellos— ¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha caído al agua? ¿Qué le ha pasado?

    Randy hizo ademán de zambullirse tras ella, y Deke le empujó hacia atrás, con más fuerza de lo que se había propuesto.

    —No —le dijo en un tono asustado muy impropio de él.

    Los tres la vieron salir a la superficie, debatiéndose, agitando los brazos. No, no los brazos, sino uno solo; el otro estaba cubierto por una grotesca membrana negra que colgaba en jirones y pliegues de algo rojo y unido por tendones, algo que se parecía un poco a un asado de buey enrollado.

    —¡Auxilio! —gritó Rachel. Su mirada se fijó en ellos, se desvió, les miró de nuevo, volvió a apartarse. Sus ojos eran como linternas agitadas sin orden ni concierto en la oscuridad. El agua golpeada espumeaba a su alrededor— ¡Socorro, me hace daño, por favor, socorro, ME HACE DAÑOOOOO !

    El empujón de Deke había derribado a Randy. Ahora se levantó de las tablas de la balsa en las que había caído y se tambaleó de nuevo hacia delante, incapaz de hacer caso omiso de aquella voz. Intento saltar y Deke le cogió, rodeando el delgado pecho del muchacho con sus grandes brazos.

    —No, está muerta —susurró con voz ronca— Por Dios, ¿no te das cuenta? Está muerta, Pancho.

    Una espesa negrura cubrió de pronto el rostro de Rachel, como un paño, y sus gritos quedaron primero ahogados y luego se extinguieron por completo. Ahora la sustancia negra parecía atarla con un entrelazado de cuerdas, o filamentos de telaraña. Randy pudo ver que aquello penetraba en el cuerpo de la muchacha como si fuera ácido, y cuando la vena yugular cedió y brotó a borbotones un chorro oscuro, vio que la cosa emitía un pseudópodo para recoger la sangre que se escapaba. No podía creer lo que estaba viendo, no podía comprenderlo, pero no había ninguna duda, no tenía ninguna sensación de que perdía el juicio, no había nada que pudiera hacerle pensar que sonaba o sufría alucinaciones.

    LaVerne gritaba. Randy se volvió a tiempo de ver que se cubría los ojos con una mano, con gesto melodramático, como la heroína de una película muda. Pensó echarse a reír y hacerle ese comentario, pero descubrió que no podía emitir sonido alguno.
    Miró de nuevo a Rachel, la cual casi ya no estaba allí.

    Sus esfuerzos se habían debilitado hasta el extremo de que ya no eran realmente más que espasmos. La negrura rezumaba encima de ella, y Randy pensó que ahora era más grande; sí, no cabía ninguna duda de que era mayor, envolvía el cuerpo de la víctima con una fuerza silenciosa, muscular. Vio que la mano de Rachel golpeaba la sustancia, que se pegaba a ésta, como si tocara melaza o papel atrapamoscas y vio que desaparecía, consumida. Ahora no había más que el contorno de la forma de Rachel, no en el agua sino en la cosa negra, una forma pasiva que no se movía por si misma, sino que era movida e iba haciéndose cada vez más irreconocible, un destello blanco: «Los huesos», pensó el muchacho con una sensación de náusea, y se volvió para vomitar sin remedio por encima del borde de la balsa.

    LaVerne seguía gritando. Entonces se oyó el chasquido de una bofetada. Dejó de gritar y empezó a lloriquear quedamente.

    «Le ha pegado», pensó Randy. «Yo iba a hacer eso, ¿recuerdas?».

    Retrocedió, limpiándose la boca y sintiéndose débil y angustiado. Y asustado. Tan asustado que sólo podía pensar con una diminuta porción de su mente. Pronto él también empezaría a gritar, y entonces Deke tendría que abofetearle, Deke no seria presa del pánico, oh, no, Deke tenía sin duda madera de héroe. «Tienes que ser un héroe del fútbol para llevarte de calle a las chicas guapas", entonó mentalmente, con incongruente regocijo. Entonces pudo oír que Deke le hablaba en voz baja, y alzó la vista al cielo, tratando de aclararse la cabeza, procurando desesperadamente alejar la visión del cuerpo de Rachel convirtiéndose en una masa inhumana, mientras aquella cosa negra la devoraba, y deseando que Deke no le abofeteara como había hecho con LaVerne.

    Alzó la vista al cielo y vio las primeras estrellas que brillaban en lo alto, la forma de la Osa Mayor ya nítida, mientras la última claridad diurna desaparecía en el oeste. Eran casi las siete y media.

    —Ah, Cisco —logró decir— Creo que esta vez estamos metidos en un buen lío.

    —¿Qué es eso? —una mano se desplomó sobre el hombro de Randy, aferrándolo y torciéndolo dolorosamente— La ha devorado, ¿has visto eso? ¡La ha devorado, esa jodida cosa la ha devorado, ni más ni menos! ¿Qué diablos es eso?

    —No lo sé. ¿No me has oído antes?

    —¡Eres tú quien tiene que saberlo! ¡Eres una dichosa lumbrera sigues todos los jodidos cursos de ciencias!

    Ahora Deke casi gritaba, y eso ayudó a Randy a dominarse un poco más.

    —No hay nada como esa cosa en ninguno de los libros científicos que he leído en mi vida —replicó Randy — La última vez que vi algo parecido fue en el espectáculo de horror organizado el día de Difuntos en el Rialto, cuando tenía doce años.

    La cosa había recuperado su forma circular, y flotaba en el agua a tres metros de la balsa.

    —Es más grande —gimió LaVerne.

    Cuando Randy la vio por primera vez, supuso que tenia un diámetro de metro y medio. Ahora era de unos dos metros y medio.

    —¡Es más grande porque se ha comido a Rachel! —exclamo LaVerne, y empezó a gritar de nuevo.

    —Deja de gritar o voy a romperte la mandíbula —le dijo Deke, y ella se detuvo, aunque no en seguida, sino poco a poco, como un disco cuando alguien corta la corriente sin quitar la aguja del microsurco.

    Tenía los ojos desorbitados.

    Deke miró de nuevo a Randy.

    —¿Estás bien, Pancho?

    —No lo sé. Supongo que sí.

    —Buen chico. —Deke intentó sonreír, y Randy vio con cierta alarma que lo conseguía. ¿Acaso alguna parte de Deke disfrutaba de la situación?— ¿No tienes ninguna idea de lo que podría ser?

    Randy meneó la cabeza. Tal vez, después de todo, fuese una mancha aceitosa... o lo había sido, hasta que le ocurrió algo. Quizá los rayos cósmicos le habían afectado de un modo especial. O quizás Arthur Godfrey había meado Bisquick atómico sobre ella. ¿Quién sabía?

    ¿Quién podía saberlo?

    —¿Crees que podemos pasar a nado por delante de esa cosa? —insistió Deke, sacudiendo el hombro de Randy.

    —¡No! —gritó LaVerne.

    —Calla o te ahogo, LaVerne —dijo Deke, alzando la voz por primera vez— No bromeo.

    —Ya has visto con qué rapidez se apoderó de Rachel —dijo Randy.

    —Puede que entonces tuviera hambre —replicó Deke— Pero quizás ahora esté harto.

    Randy pensó en Rachel, arrodillada en el ángulo de la balsa, tan quieta y tan bonita en bragas y sostenes, y volvió a sentir náuseas.

    —Inténtalo —le dijo a Deke.

    El muchacho sonrió con gran esfuerzo.

    —Ajá, Pancho.

    —Ajá, Cisco.

    —Quiero volver a casa —dijo LaVerne en un susurro furtivo— ¿De acuerdo?

    Ninguno de los dos le respondió.

    —Entonces esperaremos a que se vaya —dijo Deke— Si ha venido, tendrá que irse.

    —Tal vez.

    Deke la miró, su rostro lleno de una intensa concentración en la oscuridad.

    —¿Tal vez? ¿Qué significa esa mierda de «tal vez»?

    —Nosotros hemos venido, y eso ha venido también. Lo vi acercarse, como si nos oliera. Si está harto, como dices, se irá. Si tiene más ganas de comer.

    Se encogió de hombros. Deke se quedó pensativo, con la cabeza inclinada. Su cabello corto aún goteaba un poco.

    —Esperaremos —dijo— Dejémosle que coma pescado.

    Transcurrieron quince minutos sin que ninguno hablara. El frío iba en aumento. La temperatura era quizá de diez grados, y los tres llevaban tan sólo ropa interior. Al cabo de los diez primeros minutos, Randy pudo oír el rápido e intermitente castañeteo de sus dientes. LaVerne había tratado de acercarse a Deke, pero él la rechazó suavemente, pero con suficiente firmeza.

    —Ahora déjame en paz —le dijo.

    Ella se sentó con los brazos cruzados sobre los senos y cogiéndose los codos con las manos, tiritando. Miró a Randy, diciéndole con los ojos que podía volver y rodearle los hombros con su brazo, que ahora estaba bien.

    Pero él desvió la vista y volvió a fijarla en el círculo inmóvil en el agua, que se limitaba a flotar allí, sin acercarse más pero tampoco alejándose. Miró hacia la orilla y distinguió la playa, una media luna blanca, espectral, que parecía flotar. Los árboles detrás de la playa formaban un horizonte oscuro y voluminoso. Creyó que podía ver el Camaro de Deke, pero no estaba seguro.

    —Nos hemos liado la manta a la cabeza y hemos venido aquí —dijo Deke, pensativo.

    —Exactamente —replicó Randy.

    —No se lo hemos dicho a nadie.

    —No.

    —Así que nadie sabe que estamos aquí.

    —No.

    —¡Basta! —gritó LaVerne — ¡Basta, me estáis asustando!

    —Cierra las tragaderas —dijo Deke en tono ausente, y Randy rió a pesar suyo. No importaba cuántas veces Deke dijera eso, siempre le hacía destornillarse— Si tenemos que pasarnos la noche aquí, la pasamos. Mañana alguien nos oirá gritar. No estamos en medio del desierto australiano, ¿verdad, Randy? —Randy no dijo nada— ¿No es cierto?

    —Ya sabes dónde estamos —respondió Randy— Lo sabes tan bien como yo. Nos desviamos de la carretera Cuarenta y uno y recorrimos ocho kilómetros de camino vecinal.

    —Con casas de campo cada quince metros.

    —Casas de campo que sólo están habitadas en verano. Estamos en octubre y no hay nadie en ellas. Llegamos aquí y tuviste que rodear la condenada verja, con carteles de «prohibido el paso» cada cinco metros

    —¿Y qué? Algún vigilante.

    Ahora Deke parecía algo irritado, un poco desconcertado. ¿Estaba un poco asustado por primera vez aquella noche, aquel mes, aquel año, quizá por primera vez en toda su vida? Un pensamiento temible cruzó por su mente: Deke estaba perdiendo su virginidad en lo que respectaba al miedo. Randy no estaba seguro de que fuera así, pero no podía evitar la idea y le procuraba un placer perverso.

  18. #78
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

     
    —No hay nada que robar, nada que destruir —replicó — Si hay algún vigilante, lo más probable es que se asome por aquí una vez cada dos meses.

    —Cazadores...

    —Sí, el mes que viene —dijo Randy, y cerró la boca de golpe.

    También había conseguido asustarse.

    —Quizá nos dejará en paz —dijo LaVerne. En sus labios apareció una sonrisa patética, indecisa— Quizá sólo... bueno..., nos dejará en paz.

    —Puede que los cerdos... —empezó a decir Deke.

    —Se está moviendo —le interrumpió Randy.

    LaVerne se incorporó de un salto. Deke se acercó a Randy y por un momento la balsa se ladeó, haciendo que el corazón de Randy galopara de nuevo y que LaVerne reanudara sus gritos. Entonces Deke retrocedió un poco y la balsa se estabilizó, con el ángulo frontal izquierdo (el del lado que estaba frente a la orilla) un poco más inclinado hacia abajo que el resto de la balsa.

    La cosa llegó con una velocidad oleaginosa y aterradora, y cuando se aproximó más Randy vio los mismos colores que Rachel había visto: fantásticos rojos, amarillos y azules trazando espirales en una superficie de ébano como plástico liso u oscuro y flexible acetato. Subía y bajaba con las olas, y ese movimiento cambiaba los colores, hacía que girasen y se mezclaran. Randy se dio cuenta de que iba a caer, iba a precipitarse directamente sobre aquella cosa, notaba cómo se estaba inclinando...

    Con sus últimas fuerzas se llevó el puño derecho a la nariz, con el gesto de un hombre que ahoga la tos, pero un poco más arriba y con un movimiento más brusco. Sintió el dolor del golpe y notó que la sangre le corría por el rostro. Entonces pudo retroceder, gritando:

    —¡No lo mires, Deke ! ¡No lo mires ! ¡Los colores te atontan !

    —Está tratando de meterse debajo de la balsa —dijo Deke sombríamente— ¿Qué es esa mierda, Cisco?

    Randy miró con mucho cuidado y vio que la cosa rozaba el costado de la balsa, aplanándose y adoptando la forma de media pizza. Por un momento pareció amontonarse allí, espesándose, y tuvo una alarmante visión de la negrura que se acumulaba lo suficiente para saltar a la superficie de la balsa.

    Entonces se apretujó debajo. Randy creyó oír un ruido momentáneo, un ruido áspero, como un rollo de lona empujado a través de una ventana estrecha, pero quizá sólo era una figuración de sus nervios sobreexcitados.

    —¿Se ha metido debajo? —inquirió LaVerne, con algo curiosamente indiferente en su tono, como si tratara con todas sus fuerzas de parecer natural, pero también gritaba— ¿Se ha metido debajo de la balsa? ¿Está debajo de nosotros?

    —Sí —dijo Deke, y miró a Randy— Voy a tratar de volver a nado ahora mismo. Si está debajo, tengo una buena oportunidad.

    —¡No! —gritó LaVerne— No nos dejes aquí, no...

    —Soy rápido —dijo Deke, mirando a Randy e ignorando por completo a la muchacha— Pero tengo que ir mientras esté ahí debajo.

    Randy tuvo la impresión de que su mente corría a velocidad supersónica. De algún modo untuoso, nauseabundo, aquello era regocijante, como los últimos segundos antes de incorporarte a la corriente de un vulgar desfile de carnaval. Tuvo tiempo de oír los barriles debajo de la balsa, entrechocando con un sonido hueco, de oír el rumor seco de las hojas de los árboles más allá de la playa, bajo la ligera brisa, de preguntarse por qué la cosa se había metido debajo de la balsa.

    —Bien —le dijo a Deke— pero no creo que lo consigas.

    —Lo conseguiré —replicó Deke, y empezó a ir hacia el borde de la balsa.

    Dio un par de pasos y se detuvo.

    Su respiración se había acelerado, su cerebro había preparado el corazón y los pulmones para nadar los cincuenta metros más rápidos de su vida, y ahora la respiración se detenía, como todo lo demás, se paraba en mitad de una inhalación. Volvió la cabeza y Randy vio el abultamiento de los músculos del cuello.

    —¿Cisco? —dijo en tono de sorpresa, con la voz ahogada, y entonces Deke se puso a gritar.

    Gritaba con una intensidad asombrosa, con grandes aullidos de barítono que se aguzaban hasta frenéticos niveles de soprano. Eran lo bastante elevados para resonar desde la orilla con seminotas espectrales. Al principio Randy pensó que sólo gritaba, pero entonces se dio cuenta de que decía una palabra, no, dos palabras, las mismas dos palabras una y otra vez.

    —¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie!

    Randy bajó la vista. El pie de Deke había adquirido un raro aspecto aplastado. El motivo era evidente, pero al principio la mente de Randy se negó a aceptarlo. Era demasiado imposible, demasiado demencialmente grotesco. Mientras miraba, algo tiraba del pie de Deke en el espacio entre dos de las tablas que formaban la superficie de la balsa.

    Entonces vio el brillo opaco de la cosa negra más allá del talón y los dedos del pie derecho sutilmente deformado de Deke, un brillo opaco en el que se movían giratorios y malévolos colores.

    La cosa se había apoderado del pie («¡Mi pie!», gritó Deke, como para confirmar esta deducción elemental. «¡Mi pie, oh, mi pie, mi PIEEE!»). Había pisado una de las grietas entre las tablas (Randy entonó mentalmente una cancioncilla absurda: «Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado») y la cosa estaba allí, al acecho. La cosa había...

    —¡Tira del pie! —gritó de súbito— ¡Tira, Deke, maldita sea, tira!

    —¿Qué ocurre? —vociferó LaVerne, y Randy se percató vagamente de que no sólo le agitaba el hombro, sino que le hundía las uñas en forma de pala, como garras.

    La chica no iba a ser absolutamente de ninguna ayuda. Le dio un codazo en el estómago, y ella emitió un ruido ronco y ahogado, cayó hacia atrás y quedó sentada. Randy saltó hacia Deke y le cogió de un brazo.

    Era duro como mármol de Carrara, y cada músculo sobresalía como la costilla de un esqueleto de dinosaurio esculpido. Tirar de Deke era como tratar de arrancar un gran árbol del terreno donde estaba plantado, con raíces y todo. Deke miraba el cielo, de un regio color púrpura después del crepúsculo, con los ojos vidriosos e incrédulos, y seguía gritando, gritaba más y más.

    Randy bajó la vista y vio que el pie de Deke ya había desaparecido hasta el tobillo por entre la grieta de las tablas. La grieta no tendría más de medio centímetro de anchura, un centímetro a lo sumo, pero el pie habla pasado por allí. La sangre corría por las tablas blancas en espesos y oscuros riachuelos; la sustancia negra, como de plástico caliente, latía en la grieta, arriba y abajo, como el latido de un gran corazón.

    «Tengo que sacarle de ahí. Tengo que sacarle en seguida o no podremos sacarle nunca... Aguanta, Cisco, por favor, aguanta.»

    LaVerne se puso en pie y se apartó del retorcido árbol humano que era Deke, gritando en el centro de la balsa anclada bajo las estrellas de octubre en Cascade Lake. Sacudía la cabeza, pasmada, los brazos cruzados sobre el vientre, donde le había alcanzado el golpe propinado por Randy con el codo.

    Deke se apoyaba contra él, moviendo los brazos estúpidamente. Randy bajó la vista y vio la sangre que brotaba de la espinilla de Deke. ahora afilada como la punta de un lápiz, sólo que aquella punta era blanca en vez de negra: era un hueso apenas visible.

    La sustancia negra se agitó de nuevo, succionando, devorando.

    Deke aulló.

    «No vas a jugar de nuevo con ese pie, pero qué pie, ja, ja», musitó la mente de Randy. Siguió tirando de Deke con toda su fuerza, y seguía siendo como tirar de un árbol enraizado en el suelo.

    Deke volvió a tambalearse, y ahora lanzó un chillido largo y perforador que hizo retroceder a Randy, el cual también gritó y se cubrió los oídos con las manos. La sangre brotó de los poros en la pantorrilla y la espinilla de Deke, y la rótula había adquirido un aspecto púrpura y prominente, como si tratara de absorber la tremenda presión que recibía mientras la cosa negra tiraba de la pierna de Deke hacia abajo, a través de la estrecha grieta, centímetro a centímetro, con una angustiosa continuidad.

    «No puedo ayudarle. ¡Qué fuerte debe de ser! Ahora no puedo hacer nada por él. Lo siento, Deke, lo siento mucho.»

    —Abrázame, Randy —gritó LaVerne, aferrándose a él, hundiendo la cabeza en su pecho— Abrázame, por favor, ¿quieres?

    Esta vez él lo hizo.

    Sólo más tarde Randy comprendió algo terrible: casi con toda seguridad ellos dos podrían haber cruzado a nado hasta la orilla, mientras la cosa negra se ocupaba de Deke, y si LaVerne no hubiera querido, podría haberlo hecho él solo. Las llaves del Camaro estaban en los tejanos de Deke, en la playa. Podría haberlo conseguido, pero se dio cuenta de ello demasiado tarde.

    Deke murió cuando su muslo empezaba a desaparecer por la estrecha grieta de entre las tablas. Minutos antes había dejado de gritar. Desde entonces sólo había emitido unos gruñidos confusos, viscosos. Entonces éstos también cesaron. Cuando perdió el sentido y cayó hacia delante, Randy oyó que el resto de fémur que quedaba en su pierna derecha se quebraba como una rama tierna.

    Un instante después Deke alzó la cabeza, miró vacilante a su alrededor y abrió la boca. Randy pensó que iba a gritar de nuevo, pero lo que hizo fue vomitar un gran chorro de sangre, tan espesa que era casi sólida. El cálido y viscoso líquido salpicó a Randy y a LaVerne, la cual reanudó sus gritos, ahora con voz ronca.

    —¡Aaaagh! —exclamó, con el rostro contorsionado, medio loca de repugnancia— ¡Aaaagh! ¡Sangre! ¡Aaaagh, sangre! ¡Sangre!

    Se frotó frenéticamente y sólo logró extender la sangre por todas partes.

    La sangre brotaba de los ojos de Deke con tal fuerza que la intensidad de la hemorragia casi los había extraído de sus órbitas. Randy pensó: «¡Para que luego hablen de vitalidad! ¡Dios mío, mira eso! ¡Es como una condenada boca de incendio humana! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!».

    La sangre también brotaba de las orejas de Deke, cuyo rostro era un horrendo nabo púrpura, hinchado hasta la deformación por la presión hidrostática de alguna inversión increíble; era el rostro de un hombre bajo el brazo de un oso de fuerza monstruosa e insondable.

    Y entonces, de repente, falleció.

    Deke volvió a derrumbarse hacia delante, el cabello colgando sobre las ensangrentadas tablas de la balsa, y Randy vio con repugnancia y estupor que incluso el cuero cabelludo de Deke había sangrado.

    Oyó unos ruidos que procedían de debajo de la balsa, unos sonidos de succión.

    Entonces fue cuando su mente, tambaleante y sobrecargada, tuvo la idea de que podría nadar hasta la orilla, con buenas probabilidades de conseguirlo, mientras la cosa estaba ocupada con Deke. Pero LaVerne se había vuelto muy pesada en sus brazos, siniestramente pesada. El miró su rostro relajado, le abrió un párpado que sólo reveló el blanco del ojo, y supo que no se había desmayado, sino que sufría lo que los médicos victorianos llamaban un desfallecimiento profundo, un estado de inconsciencia por conmoción.

    Randy miró la superficie de la balsa. Podría tender allí a la muchacha, naturalmente, pero las tablas no tenían más de treinta centímetros de anchura. En verano la balsa tenia un trampolín adosado, pero eso por lo menos lo habían retirado y almacenado en alguna parte. No quedaba más que la superficie de la balsa, catorce tablas, cada una de treinta centímetros de anchura y seis metros de largo. Era imposible tender a la muchacha sin que su cuerpo inconsciente estuviera encima de varias de aquellas grietas.

    «Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado.»

    «Calla.»

    Y entonces su mente susurró tenebrosamente: «Hazlo de todos modos. Déjala en el suelo e intenta salvarte a nado».

    Pero no lo hizo, no podía hacerlo. Aquella idea le producía un horrible sentimiento de culpabilidad. Ella era una gran chica.

    Deke se derrumbó.

    Randy sostuvo a LaVerne en sus doloridos brazos y observó cómo su amigo era absorbido. No quería hacerlo, y durante unos largos segundos que incluso podrían haber sido minutos, desvió el rostro por completo, pero su mirada siempre volvía allí.

    Cuando Deke murió, pareció que aquello sucedía con más rapidez.

    El resto de su pierna derecha desapareció, y la izquierda se extendió más y más, hasta que Deke pareció un bailarín de ballet con una sola pierna, ejecutando una imposible figura despatarrada. Se oyó el crujido de la pelvis al romperse y entonces, cuando el estómago de Deke empezó a hincharse siniestramente a causa de una nueva presión, Randy desvió la vista durante un buen rato, procurando no oír los húmedos sonidos, tratando de concentrarse en el dolor de sus brazos. Pensó que quizá podría hacerla virar, pero de momento era mejor sentir el dolor pulsátil en brazos y hombros, pues aquello le daba algo en qué pensar.

    Desde atrás le llegó un sonido como de fuertes dientes mascando caramelos duros. Cuando miró atrás, vio que las costillas de Deke se introducían en la grieta. Tenía los brazos alzados, y parecía una obscena parodia de Richard Nixon haciendo el signo de la victoria que había enloquecido a los manifestantes en los años sesenta y setenta.

    Tenía los ojos abiertos y la lengua fuera, como si se la estuviera sacando a su amigo.

    Randy apartó la vista de nuevo y miró al otro lado del lago. «Busca luces», se dijo. Sabía que no había ninguna luz en aquellos alrededores, pero de todos modos lo dijo. «Busca luces por ahí, alguien tiene que estar pasando la semana en este lugar, alguien que no quiera perderse el color de la vegetación en otoño y haya venido con su Nikon, a la familia le encantarán las diapositivas.»

    Cuando volvió a mirar, los brazos de Deke estaban rectos. Ya no era Nixon; ahora era un árbitro de fútbol indicando falta.

    La cabeza de Deke parecía sentada sobre las tablas.

    Los ojos todavía estaban abiertos.

    Aún tenía la lengua fuera de la boca.

    —Oh, Cisco —musitó Randy, y de nuevo desvió la vista.

    Ahora, Randy sentía un dolor lacerante en los brazos y los hombros, pero seguía sosteniendo a la muchacha en sus brazos. Miró hacia el extremo más alejado del lago que estaba a oscuras. Las estrellas brillaban en el cielo negro, como fría leche derramada de algún modo allá en lo alto y suspendida en el espacio.

    «Ahora desaparecerá. Ya puedes mirar. De acuerdo, sí, bueno. Pero no mires. Sólo por seguridad, no mires. ¿Convenido? Convenido. Definitivamente.»

    Así que miró de todos modos y tuvo tiempo de ver los dedos de Deke que se deslizaban hacia abajo. Se movían; probablemente el movimiento del agua bajo la balsa se transmitía a la insondable cosa que había capturado a Deke, y ese movimiento se transmitía a los dedos de éste. Sí, probablemente, pero a Randy le pareció como si Deke le hiciera un gesto de despedida, como si le dijera adiós. Por primera vez notó una angustiosa sacudida en su mente, que pareció ladearse como la misma balsa se había ladeado cuando los cuatro estaban de pie en el mismo lado. Se enderezó por sí misma, pero Randy comprendió de súbito que la locura, la auténtica demencia, quizá no estaba tan lejos como había pensado.

    El anillo de Deke, un trofeo futbolístico ganado en los campeonatos de 1981, se deslizó lentamente del dedo anular de su mano derecha. La luz de las estrellas perfilaba el oro y jugaba en los diminutos canales entre los números grabados, 19 a un lado de la piedra rojiza, 81 en el otro. El anillo se separó del dedo; era demasiado grande para pasar por la grieta y, naturalmente, no podía comprimirse.

    Quedó allí. Era todo lo que ahora quedaba de Deke, el cual había desaparecido. No habría más chicas morenas de ojos negros, se acabaron los golpecitos rápidos en el trasero de Randy con una toalla mojada cuando salía de la ducha, no habría más escapadas desde el centro del campo, con los seguidores levantándose entusiasmados en las gradas y las animadoras histéricas dando volteretas en las líneas de banda. Se acabaron las carreras rápidas al anochecer en el Camaro, con una cinta de Thin Lizzy sonando estruendosa en el cassette. Se acabó Cisco Kid.

    Volvió a oír aquel débil sonido áspero, como de un rollo de lona empujado lentamente a través de una rendija en una ventana.

    Randy estaba descalzo sobre las tablas. Bajó la vista y vio las ranuras a cada lado de sus pies, súbitamente llenas de la negrura viscosa. Sus ojos se desorbitaron. Pensó en cómo la sangre había brotado de la boca de Deke en forma de una cuerda casi sólida, en cómo los ojos de Deke sobresalían como si tuvieran muelles cuando las hemorragias causadas por la presión hidrostática reducían a pulpa su cerebro.

    «Me huele. Sabe que estoy aquí. ¿Puede subir? ¿Puede subir a través de las grietas? ¿Puede? ¿Puede?»

    Bajó la mirada, sin notar ahora el peso muerto de LaVerne. fascinado por la enormidad del interrogante, preguntándose qué sensación produciría aquella sustancia cuando fluyera sobre sus pies, cuando se aferrara a él.

    La cosa negra se irguió casi hasta el borde de las hendiduras (Randy se puso de puntillas sin tener conciencia de lo que hacía), y entonces descendió. Volvió a oírse el ruido sordo de lona restregada, y de repente Randy volvió a verla en el agua —un gran lunar oscuro, ahora quizá de cinco metros de diámetro, que subía y bajaba con las onda suaves, subía y bajaba, subía y bajaba, y cuando Randy empezó a ve los colores que latían de modo uniforme en la superficie, apartó la vista.

    Tendió a LaVerne, y en cuanto sus músculos perdieron la rigidez que los atenazaba, los brazos empezaron a estremecerse frenéticamente. Dejó que temblaran. Se arrodilló junto a ella, la cabellera extendida sobre las tablas blancas, formando un oscuro abanico irregular. Se arrodilló y contempló aquel lunar oscuro en el agua, preparado para alzarla de nuevo si veía que empezaba a moverse.

    Empezó a abofetearla ligeramente, primero en una mejilla y luego en la otra, adelante y atrás, como un segundo tratando de hacer volver en sí a un púgil, pero LaVerne no quería volver en sí. LaVerne no quería apostar y recoger doscientos dólares. LaVerne había visto bastante. Pero Randy no podía custodiarla toda la noche, levantarla como un saco de lona cada vez que aquella cosa se moviera (y, además, uno no podía mirar la cosa durante demasiado tiempo).

    Pero se le ocurrió un truco, que no había aprendido en el instituto sino de un amigo de su hermano mayor. Este amigo había sido enfermero en Vietnam y sabía toda clase de trucos; cómo capturar piojos; un cuero cabelludo humano y hacerles correr en una caja de cerillas, cómo diluir cocaína en laxante de bebé, cómo coser cortes profundos con aguja e hilo ordinarios. Un día habían hablado de las maneras volver en sí a individuos abismalmente borrachos, a fin de que no se asfixiaran con sus propios vómitos y murieran, como le había ocurra Bon Scott, el dirigente de AC/DC.

    —¿Quieres hacer volver en sí a alguien a toda prisa? —dijo el amigo sosteniendo el catálogo de trucos interesantes entre sus manos— Prueba esto.

    Y le contó a Randy el truco que utilizó en esta ocasión.

    Se agachó y mordió, tan fuerte como pudo, el lóbulo de una oreja de LaVerne.

    La sangre caliente y amarga le salpicó la boca. Los párpados de LaVerne se abrieron como persianas. Gritó con una voz ronca, reverberante, y golpeó al muchacho. Randy alzó la vista y sólo vio el extremo de la cosa, pues el resto estaba ya debajo de la balsa. Se había movido en el más absoluto silencio con una velocidad espectral, horrible.

    Alzó de nuevo a LaVerne, aunque sus músculos lanzaban aullidos de protesta y trataban de acalambrarse. Ella le golpeaba el rostro, y uno de los golpes alcanzó su sensible nariz y le hizo ver estrellas rojas.

    —¡Basta! —gritó, arrastrando los pies sobre las tablas— ¡Basta, zorra, volvemos a tenerlo encima; para ya o te tiro al agua, te juro por Dios que lo hago!

    Los brazos de la muchacha dejaron de golpearle y se cerraron en silencio alrededor de su cuello, en una fatal y convulsa presa. Sus ojos parecían blancos a la luz de las estrellas.

    —¡Basta! —insistió al ver que ella no le hacía caso— ¡Basta, LaVerne, me estás ahogando!

    Ella apretó más fuerte y Randy se sintió presa del pánico. El sonido hueco de los barriles había adquirido una nota más apagada, más sorda, y él suponía que era debido a la cosa que estaba debajo.

    —¡No puedo respirar!

    Ella aflojó un poco la presa.

    —Escucha bien. Voy a bajarte. Todo irá bien si...

    Pero «voy a bajarte» fue lo único que ella oyó. Sus brazos volvieron a tensarse en aquella mortífera presa. Él tenía la mano derecha en la espalda de la muchacha; la encorvó, formando una garra y la arañó. Ella pataleó, sollozando ásperamente, y por un momento Randy estuvo a punto de perder el equilibrio. Ella lo notó. El miedo, más que el dolor, hizo que dejara de debatirse.

    —Ponte de pie en las tablas.

    —¡No!

    Randy notó su exhalación cálida y frenética en la mejilla.

    —No puede cogerte si estás de pie sobre las tablas.

    —No, no me bajes, me cogerá, sé que lo hará, lo sé,...

    Él volvió a arañarle la espalda, y ella gritó llena de ira, dolor y temor.

    —Baja o te tiro, LaVerne.

    La bajó lenta y cuidadosamente, y la respiración de ambos producía unos silbidos breves y agudos, de oboe y flauta. Los pies de la muchacha tocaron las tablas, y agitó las piernas, como si las tablas estuvieran calientes.

    —¡Ponte de pie! —le dijo entre dientes— ¡No soy Deke y no puedo tenerte en brazos toda la noche!

    —Deke...

    —Está muerto.

    Sus pies tocaron las tablas. Poco a poco Randy la soltó. Estaban uno frente al otro, como bailarines. Él pudo ver que esperaba el primer contacto de aquella cosa. Boqueaba como un pececillo.

    —Randy —susurró— ¿Dónde está?

    —Debajo. Mira.

    Ella lo hizo, y Randy también. Vieron la negrura que rellenaba las grietas, ahora casi en toda la extensión de la balsa. Randy percibió que la cosa estaba dispuesta a atacar, y pensó que también ella se daba cuenta.

    —Randy, por favor.

    —Calla.

    Permanecieron allí, de pie.

    Randy se había olvidado de quitarse el reloj cuando se metió en el agua, y ahora calculó quince minutos. A las ocho y cuarto la cosa negra volvió a salir de debajo de la balsa. Se deslizó hasta unos cuatro metros de distancia y se detuvo como lo había hecho antes.

    —Voy a sentarme —dijo Randy.

    —¡No!

    —Estoy cansado. Voy a sentarme y tú vigilarás la cosa. No olvides que no debes mirarla directamente. Luego me levantaré y tú te sentarás. Lo haremos así, por turnos. Toma —Le dio su reloj—. Quince minutos.

    —Devoró a Deke —susurró ella.

    —Sí.

    —¿Qué es?

    —No lo sé.

    —Tengo frío.

    —Yo también.

    —Entonces abrázame.

    —Ya te he abrazado bastante.

    Ella dejó de insistir.

    Sentarse era una delicia; no tener que vigilar a la cosa era una bendición. En cambio observaba a LaVerne, asegurándose de que sus ojos se apartaran de la cosa que flotaba en el agua.

    —¿Qué vamos a hacer, Randy?

    Él reflexionó un momento.

    —Esperar.

    Al cabo de quince minutos se levantó y dejó que la muchacha se sentara primero y luego permaneciera tendida durante media hora. Luego hizo que se levantara ella y permaneció en pie durante otros quince minutos. Siguieron turnándose de este modo. A las diez menos cuarto una fría tajada de luna se levantó y trazó un camino sobre el agua. A las diez y media se oyó un grito agudo y solitario que resonaba al otro lado del agua, y LaVerne chilló despavorida.

    —Calla —dijo él— es sólo un somorgujo.

    —Me estoy helando, Randy. Estoy aterida.

    —No puedo remediarlo.

    —Abrázame. Tienes que hacerlo. Nos abrazaremos los dos. Los dos podemos sentarnos y vigilar juntos a la cosa.

    El titubeaba, pero ahora sentía el frío en la médula de los huesos, y eso le decidió.

    —De acuerdo.

    Se sentaron juntos, abrazados, y sucedió algo, natural o perverso, pero sucedió. Randy sintió que se ponía rígido. Una de sus manos encontró un seno de la muchacha, envuelto en nailon húmedo, y lo apretó. Ella emitió un suspiro, y su mano se posó sobre los calzoncillos de Randy.

    Él deslizó la otra mano hacia abajo y encontró un lugar donde había algún calor. Tendió a la muchacha de espaldas.

    —No —dijo ella, pero la mano en la entrepierna de Randy empezó a moverse con más rapidez.

    —Puedo verlo —dijo él. Los latidos de su corazón habían vuelto a adquirir velocidad, bombeando la sangre con más rapidez, enviando calor a la superficie de su piel helada— Puedo vigilarlo.

    Ella murmuró algo y él notó que el elástico se deslizaba desde sus caderas hasta los muslos. Vigilaba a la cosa. Se deslizó hacia arriba, adelante, y penetró en ella. Notó el calor; Señor, por lo menos allí había calor. Ella emitió un sonido gutural y sus dedos aferraron las nalgas frías y prietas del muchacho.

    Randy observaba a la cosa. No se movía. Él no le quitaba los ojos de encima. La vigilaba atentamente. Las sensaciones táctiles eran increíbles, fantásticas. Carecía de experiencia, pero tampoco era virgen. Había hecho el amor con tres chicas y nunca había sido así. Ella gimió y empezó a alzar las caderas. La balsa se balanceó suavemente, como la cama de agua más dura del mundo. Los barriles de debajo murmuraban huecamente.

    Randy miraba la cosa. Los colores empezaron a girar, ahora lenta, sensualmente, no de un modo amenazante; no apartaba la vista y miraba los colores. Tenia los ojos muy abiertos. Los colores estaban en sus ojos. Ahora no sentía frío, sino que estaba caliente, con el calor que se siente el primer día de playa a principios de junio, cuando uno siente el sol que tensa la piel con palidez invernal, enrojeciéndola, dándole

    (colores)

    color, cierto tinte. Primer día en la playa, primer día de verano, escuchas las viejas canciones de los Beach Boys, escuchas los Ramones, los Ramones diciéndote que puedes ir en autostop a la playa de Rockaway, la arena, la playa, los colores

    (se mueve, está empezando a moverse)

    y la sensación del verano, la textura, la liga de fútbol, no hay escuela y puedo ver jugar a los Yankees cuanto me venga en gana, bikinis en la playa, la playa, la playa, pechos firmes y fragantes con aceite Coppertone, y si la braguita del bikini es bastante pequeña puedes ver un poco de

    (pelo su pelo SU PELO ESTA EN EL OH DIOS EN EL AGUA SU PELO)

    Se retiró bruscamente y trató de levantar a la muchacha, pero la cosa se movió con untuosa velocidad y se enredó en su pelo como una membrana de espesa goma negra, y cuando Randy tiró de ella, la muchacha ya gritaba y estaba atenazada. La cosa salió del agua en forma de enroscada y horrorosa membrana de colores intensos, escarlata, bermellón, vivo esmeralda, ocre plomizo.

    Fluyó sobre el rostro de LaVerne como una ola, cubriéndolo por completo.

    Ella agitaba pies y manos. La cosa se retorcía en el lugar donde había estado la cara de la muchacha. La sangre corría en torrentes por su cuello. Gritando, sin darse cuenta de que lo hacía, Randy corrió hacia ella, puso un pie sobre su cadera y tiró de ella. La muchacha cayó pesadamente desde el borde de la balsa, sus piernas como alabastro a la luz de la luna. Durante unos instantes interminables el agua espumeó y lamió el costado de la balsa, como si alguien hubiera capturado allí la perca más grande del mundo y se debatiera como un demonio para librarse del anzuelo.

    Randy gritó y gritó. Y luego, para variar, gritó un poco más.

    Una media hora después, cuando ya hacia mucho que el chapoteo y la lucha frenéticos habían terminado, los somorgujos empezaron responder con sus gritos.

    La noche fue interminable.

    El cielo empezó a aclararse por el este hacia las cinco menos cuarto, y Randy sintió que su estado de ánimo mejoraba. Fue una sensación momentánea, tan falsa como el alba. Estaba de pie sobre las tablas, los ojos semicerrados, el mentón en el pecho. Había estado sentado en las tablas hasta una hora antes, y le había despertado de súbito —sin que hubiera sabido hasta entonces que se había quedado dormido, ¡eso era lo más temible! —aquel inefable sonido de lona restregada. Se puso en pie de un salto antes de que la negrura empezara a succionar ansiosa entre las tablas, buscándole. Su respiración era jadeante; se mordió un labio, haciendo que sangrara.

    «¡Dormido, estabas dormido, pedazo de alcornoque!»

    La cosa había vuelto a salir de debajo media hora después, pero él no se sentó. Temía hacerlo, temía dormirse y que su mente no le despertara a tiempo.

    Tenía los pies afianzados sobre las tablas cuando una luz intensa esta vez el amanecer verdadero, llenó el este y los primeros pájaros de la mañana empezaron a cantar. Salió el sol, y hacia las seis el día era lo bastante brillante como para poder ver la playa. El Camaro de Deke, amarillo brillante, estaba en el sitio donde Deke lo había dejado aparcado, con el morro en la valla de estacas. Camisas, jerseys y cuatro tejanos estaban desparramados, formando pequeños montones a lo largo de la playa. La visión de aquellas ropas horrorizó de nuevo a Randy, cuando creía que su capacidad de horrorizarse sin duda estaba agotada. Pudo ver sus tejanos, con una pernera al revés, mostrando el bolsillo. Qué seguros parecían sus pantalones tendidos allí, sobre la arena, esperando a que él llegara y pusiera bien la pernera, cogiendo el bolsillo al hacerlo, para que no cayera la calderilla. Casi podía sentir su susurro al enfundar en ellos las piernas, se veía abrochando el botón de latón encima de la bragueta.

    Miró a la izquierda y allí estaba la cosa, negra, redonda, como una ficha de damas, flotando liviana. Los colores empezaron a girar en su superficie, y él apartó la vista en seguida.

    —Vete a casa —graznó— Vete a casa o vete a California y busca una película de Roger Corman para que te hagan una prueba artística.

    Oyó el zumbido de un avión a lo lejos, y cayó en una soñolienta fantasía: «Nos han dado por desaparecidos, a los cuatro. La búsqueda ha partido de Horlicks. Un granjero recuerda haber visto pasar un Camaro amarillo que corría "como un murciélago salido del infierno". La búsqueda se centra en la zona de Cascade Lake. Pilotos privados se ofrecen voluntarios para efectuar un rápido registro desde el aire, y un individuo, que sobrevuela el lago en su bimotor Beechcraft Bonanza, ve a un muchacho que está de pie, desnudo, en la balsa, un chico, único superviviente, único.»

    Se detuvo cuando estaba a punto de caer por el borde de la balsa y volvió a golpearse la nariz, gritando de dolor.

    La cosa negra se lanzó de inmediato hacia la balsa como una flecha y se apretujó debajo. Quizá podía oír, o sentir, o... lo que fuera.

    Randy esperó.

    Esta vez Pasaron tres cuartos de hora antes de que saliera.

    Llegó la tarde.

    Randy lloraba.

    Lloraba porque ahora se había añadido una novedad a la situación. Cada vez que trataba de sentarse, la cosa se deslizaba debajo de la balsa. Así pues, no era totalmente estúpida; percibía o adivinaba que podía capturarle mientras estuviera sentado.

    —Márchate. —Randy gimió ante la gran mancha negra que flotaba en el agua. A cincuenta metros de distancia, burlonamente cerca, una ardilla jugueteaba sobre el capó del Camaro de Deke— Vete, por favor, vete a cualquier parte, pero déjame en paz.

    La cosa no se movía. Los colores empezaron a girar en su superficie visible. Randy desvió la mirada hacia la playa, buscando alguna posibilidad de ayuda, pero allí no había nadie, nadie en absoluto. Sus tejanos seguían en la arena, con una pernera al revés, el forro blanco de un bolsillo al aire. Ya no tenía la sensación de que estaban allí como Si alguien fuera a recogerlos. Parecían reliquias.

    Pensó: «Si tuviera un arma, me mataría ahora mismo».

    Estaba de pie en la balsa.

    El sol se puso.

    Tres horas después salió la luna.

    No mucho más tarde los somorgujos empezaron a gritar.

    Poco después, Randy se volvió y miró la cosa negra en el agua. No podía suicidarse, pero quizá la cosa lo arreglaría de manera que no sintiera dolor, tal vez los colores eran para eso.

    La buscó y allí estaba, flotando, meciéndose con las olas.

    —Enséñame algo bonito —dijo Randy con voz ronca.

    Los colores empezaron a adquirir forma y girar. Esta vez Randy no desvió la vista. En algún lugar, al otro extremo del lago desierto, gritó un somorgujo.

  19. #79
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Qué buen thread. Aquí les dejo un cuento de Juan Rulfo

     
    No oyes ladrar a los perros

    —Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
    —No se ve nada.
    —Ya debemos estar cerca.
    —Sí, pero no se oye nada.
    —Mira bien.
    —No se ve nada.
    —Pobre de ti, Ignacio.
    La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
    La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
    —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
    —Sí, pero no veo rastro de nada.
    —Me estoy cansando.
    —Bájame.
    El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
    —¿Cómo te sientes?
    —Mal.
    Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
    —¿Te duele mucho?
    —Algo —contestaba él.
    Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
    —No veo ya por dónde voy —decía él.
    Pero nadie le contestaba.
    E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
    —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
    Y el otro se quedaba callado.
    Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
    —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
    —Bájame, padre.
    —¿Te sientes mal?
    —Sí
    —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
    Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
    —Te llevaré a Tonaya.
    —Bájame.
    Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
    —Quiero acostarme un rato.
    —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
    La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
    —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
    Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
    —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
    —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
    —No veo nada.
    —Peor para ti, Ignacio.
    —Tengo sed.
    —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
    —Dame agua.
    —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
    —Tengo mucha sed y mucho sueño.
    —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
    Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
    Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
    Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
    —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?


    Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
    Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
    —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
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    Al infinito y más alla.

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